07 octubre, 2005

Extravagario

Cuando atardece septiembre, me gusta sentir el aire frío que acaricia y no corta, del otoño que llama a la puerta. Me huele a tiempo de extavagario, al tiempo de mudar la piel y la ilusión. Huelo a libros nuevos, al forro que los invade, a sobres de matrícula. A pupitres. A los cafés de la 16:00 PM con luz primaveral y en mangas de camisa. A los cines a traición, poniéndole los cuernos al Procesal o al Romano.
Me gustan estos meses. Quizá porque durante unos cuantos años –los de la facultad- me parecía que su tiempo se detenía. Los agobios. Los compromisos que no tenían fecha a la vista. Ahora es distinto. A veces mi olfato se comporta como el de un perro anciano. Y siente como entonces.

Es tarde y regreso a casa. Cuatro chicas pasan frente a mí en un paso de peatones, tres dan la espalda al otoño, confiando que los tirantes y los pantalones transparentes les salvarán del tedio. La otra parece haber recibido al invierno a portagayola. Los tacones sobre el asfalto arlequinado, suenan mejor que los soldados del zar en la Plaza Roja. Pasan en ámbar. Me pregunto si esto del tanga desnudo, que cada dos por tres te hace un quite por la espalda, tiene algo de subliminal. Desde luego, es la sublimación del erotismo. La democratización del deseo. La revolución de lo sugerente. La dictadura del culo, que estuvo a oscuras con Franco. Creo que el culo si es de color, es rojo pasionaria.
Meto primera cansado, me dejo guiar por los faroles de la gran avenida, como los marinos del XVII, pero sin estrellas, ni niebla.
Llegó a casa y los ojos de mi amiga más fiel me dan la bienvenida, me atusa y me confirmo en no reconciliarme con el hombre que tanto tiene que aprender de los canes. Abro el portátil, la pantalla me pesa como si levantara una muralla de bits. Pereza. Suena el móvil latiendo corazones, y mi voz dulce me da las buenas noches de nuevo. Duermo tranquilo.

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