12 diciembre, 2005

Los Soprano

Pasan 47 minutos de la madrugada fría. He vuelto río abajo a casa. En los semáforos las hojas crujientes del otoño revolotean y hacen remolinos. Siguiendo el rastro de Boyero y de las migas de pan que sueltan los comentarios de SánchezBolín, hemos estrenado vicio: Los Soprano. Pensé que a la chica del 31 no le iba a gustar. Todo lo contrario.
No importa quién seas. No es importante si eres Zacarías, aquel desdentado que se meaba las manos en los Santos Inocentes –pena de
Nobel para Delibes-, o que la vida te convierta en Zapatero, como Tonino. Lo importante son las reglas, los códigos que no se quebrantan. Que no se acuchillan. Siempre me ha fascinado lo marginal. Y entre los delincuentes, los que están fuera de la ley; hay canallas e hijos de puta como en todas partes, sin escrúpulos ni moral. Se sabe. Pero hay otros que conservan unos códigos personales, códigos a los que son absolutamente leales. Gente que tiene unas reglas con las que juega rigurosamente y a las que se atiene, y esas reglas les obligan a matar, a morir, a luchar y a vencer. Es curioso, los malos de verdad ya no arriesgan nada, lo hacen todo a través de Internet y haciendo cheques, jugando en la bolsa... ya nadie se juega nada en el mundo moderno y civilizado en el que vivimos. Pero aún quedan fronteras.

Tony Soprano me ha ganado por la faja en el tercer capítulo. Tiene un amigo al que se le ha metido dentro el alacrán del cáncer y Tony sufre por el, le visita, le mima, le trata con cariño, le lleva putas al hospital. Y luego ese Paulie Walnuts, que parece un banderillero de los cincuenta con sus sienes plateadas repeinadas y rematadas atrás con suma perfección. Solo le falta la guayabera. Ojala continúe el vicio.

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