23 enero, 2006

Olas de agua dulce


La niebla se estampa como un meteorito contra la ventana. Las excavadoras continúan a pesar de todo tejiendo los mimbres de las aceras, mezclando la tierra, pisando y borrando las huellas que fuimos marcando, como un mar tranquilo, invisible, que llega a la orilla para follar la tierra con cemento. El ventanal me enseña una hilera de luces de freno rojas, quietas, intermitentes. He llegado por la orilla del río hasta casa. Me carga las venas de litio y energía, bucear por los puentes que conducen al centro de la ciudad cementada. Sentarme en uno de los embarcaderos y ver a las piraguas alineadas, peinando el agua, conformando olas mínimas y sutiles. Es como sumergirte en el arrabal de la ciudad, coger aire y en media hora salir a flote: con el corazón latiendo fuerte, rotundo golpeando los pulmones, como si la vecina de arriba se hubiera calzado los tacones de aguja y andara a la carrera en mitad de mi pecho jilguero; a flote y a salvo, asomarte a la vida y el bullicio, justo en el Paseo de Isabel la Católica. Al regresar, en mitad de la pasarela pentagonal, había una chica con una fotografía en una mano, un pañuelo y un móvil en la otra. No es mal sitio la barandilla de un puente para tender la angustia, el dolor o el engaño. Las lágrimas no son nada frente al caudal de penas que nadan en el río. En casa me cuentan la historia de Alfredo, el practicante tranquilo, que banderilleó el culo de toda la familia: de dentro hacia fuera, al quiebro, a mi padre de poder a poder, asomándose al balcón del enfisema. La parienta que, navega que navega -volando voy, volando vengo- ha conocido un andobal por la red y le ha dejado con dos niñas y atado sine die al Diván del Tamarit. Los engaños de tres trayectorias que hacen aguas en el alma, que quiebran las entrañas adormecidas por las sonrisas. El dolor que quema y quema, que aparece de improviso. Dolor, pozo que traga boleros, recuerdos y culpas; que hiela la piel y ciega la mirada para ver sólo la penumbra de un después. La angustia que golpea la puerta a destiempo con escalofríos. No es mal lugar bajar hasta la orilla del río para buscar un manantial de fuente clara: Camarón, y subir luego a paso ligero con media sonrisa, hasta la braña verde y sabrosa que ofrece la vida, si llamas al timbre del 31.

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