26 enero, 2006

Vértigo

En la puerta del 31, en la otra acera, hay una bobina de cable acordonada. En una de las tablillas de las vallas que lo acorazan reza: RETECAL. Algún recurso inhumano lo habrá colocado allí a portagayola, como un vía cruzis, por si me olvido. No hay nada nuevo bajo mi sol, si es que existe tras la niebla persistente y el gris plomo que todo lo encanta. Mi agenda deshabitada como mi colchón. Tan poca ciudad y tanto por hacer. Ahora manejo el tiempo, por unos días. Para leer el periódico de atrás hacia delante, para devorar libros o para acudir a misa del Loco de la Colina. Para hacer deberes pendientes. Hoy he limpiado el lujo de tocadiscos que tenía mi padre: el picú. Resiste la misma aguja que rasgó mil vinilos de Edif Piaf. La vida y lo que la rodea gira y gira como una noria de un solo viaje. Solo permite que te bajes en marcha, que te juegues la vida con el salto a tierra firme. Vértigo que el mundo pare. Esta velocidad de la luz en las cosas que tocamos y amamos. En los rostros que vemos hoy y mañana no serán los mismos: otros millones de células delimitarán mañana nuestros gestos. Por el camino perdemos sonidos, perfumes, ruidos y costumbres que casi olvidamos. Recuerdan el sonido en blanco y negro de la aguja del picú acariciando la música. Irene y Antonio no lo conocerán. Recuerdan la asfixia de una cabina telefónica, el frío que entraba por las branquias de sus pies metálicos, las monedas en la bandeja, el ruido de los duros al caer en la ranura de la cabina impidiendo escuchar con nitidez las palabras primeras del otro lado. Los tipos como Nemesio, que en los bancos se colocaban manguitos y se dejaban crecer la uña del meñique para pasar la vida en calderilla de los clientes. Los mercados que en navidad parecían el Bernabéu, eran el único refugio de racionamiento para amueblar la nevera. Los mandiles recién planchados de mi abuela, blancos, impolutos vírgenes de escamas, listos para pasar revista por el Capitán más exigente. Recuerdo cuando llamaba a una chica desde el teléfono de casa, los segundos de espera cuando respondía el padre o la madre de la criatura. El ruido de una televisión que llegaba distorsionado hasta el auricular, los pasos de ella, que cada vez se hacían mas graves hasta que llegaba la voz de pronto cristalina. La ciudad que se acababa en la División Azul. A menudo mi abuelo me subía la loma que lleva a la parte más alta de la ciudad y a mi me deslumbraba un campo de amapolas rojas como su corazón, amapolas que ahora cimientan robustas y tiesas mil edificios. En fin. El ipod me enamora y esté diván en abecedario, también. Pero hay sonidos y perfumes que prefiero no olvidar.

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