Gloria del Pana
Para la historia del toreo queda la tez india del Pana y un
brindis alevoso, carnal, premeditado y honesto. Acodado en las tablas de la
plaza México, como en la barra del más siniestro de los lupanares santificados
por el matador. Brindis de amor. Pana es torero exotérico y polvoriento, que devoraba
habanos y leyendas de hambre y
temple. Mesiánica verborrea y un arte eléctrico y brivón. La mayor gloria de este torero
hubiera sido vaciar su sangre como Granero o Manolete, un cáliz para la historia del toreo a pie. Parecía Pana un Don Quijote de adarga
antigua y galgo corredor, empecinado en vencer el drama de los caminos
solitarios, la pobreza y el campo a pleno sol. La sed. La sed de vencer la
modestia del torero de polvo y pueblo, el empecinamiento en despreciar a los
dioses de la juventud y los reflejos. Buscar así la leyenda bajo la esclavina de las canas; abrirse paso entre
polvo de las largas afaroladas. Y acabar volando en la arena de un tugurio, en un lugar sin nombre, lejos de la poética torera del “niño que trae
la blanca sabana, la espuerta de cal”, sin ese yodo glorioso de la femoral
rasgada y abra usted aquello que tenga que abrir. Conformado ayer con la sola leyenda de las médulas que se rompen
en cualquier curva de la carretera. Qué pena el prudente atardecer: que no se fuera después del brindis. Pana: madera de torero y de corrido.
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