El Zapatero Remendón
Puede que haya un modo de caminar por la vida a zancadas de grandeza, buscando solo los minutos de birretes y medallas. Pisando moqueta, con las pupilas educadas en Jabugo y en los trajes a medida. Puede que haya otro modo más pausado, un modo de enfocar el mundo que nos traen los días. Disfrutar del frío, del paseo. Del camino. De lo pequeño. De lo que tus ojos enfocan y tu prisa trasciende. Y es que hoy habíamos quedado con una amiga de verdad, nada de lametazos navideños. Íbamos a pasar por el 31 y así dejar mi mochila con los bártulos de la piscina, cuando Itziar advierte que debía recoger un par de zapatos.
Hay un garito de reparación de calzado, a la vera de la plaza de Santa Cruz. Es un local angosto, embutido de enseres y maquinaria de tortura para el calzado. Huele a betún y a colas de zapatero remendón. La estancia estaba vacía, Itziar que entrega la papelina y el zapatero que indica que hoy no es jueves y que volvamos pasado mañana. Justo antes de volver sobre nuestros pasos, el hombre nos habla, como si hubiera tenido en sus manos el pulso de todo nuestro ejército de zapatos. Nos cuenta, con las gafas de bucear en mitad de la nariz, que los clientes que acababan de hacer cliiiiin en la puerta, le habían reconocido. De su barrio. De cuando iba en bicicleta repartiendo remiendos con tacón, a golpe de pedalada y de canción. Si, por que el hombre canta y canta por todos los palos del cante. Y sabe tela de flamenco, del bueno, del que parió Caracol. Y de ahí el hombre se va hasta su padre y de ahí, cuesta abajo la nostalgia, hasta su abuelo. Y nosotros sin hablar. Da un paso sin dejar detener la historia y se va de un mostrador a otro y se saca de la manga otra historia y en un verbo, aparece una carpeta y nos enseña la foto de su hijo, actor en Madrid. Y le salta media sonrisa de melancolía y de orgullo.
Se llama Ambrosio. Un tipo de esos que ha vestido una vida con un guardapolvo azulón. Trabaja los zapatos con mimo, con precisión de neurocirujano. Nos enseño diplomas por doquier, libros de flamenco. Hasta se sacó un CD de la chistera. Lo abrió y en el envés de la carátula nos señaló con un dedo embetunado, a un friki greñoso y feo: este es mi chaval, y su grupo. Anda en Londres aprendiendo idiomas. Hizo un par de silencios a la vez que bajaba despacio la mirada y nos contó a parpadeos de tristeza y soledad, que su mujer murió de cáncer hace cinco navidades . Y que tiene una casa en La Manga del mar Menor, a la que baja de vez en cuando, para poner medias suelas a la vida.
Hay un garito de reparación de calzado, a la vera de la plaza de Santa Cruz. Es un local angosto, embutido de enseres y maquinaria de tortura para el calzado. Huele a betún y a colas de zapatero remendón. La estancia estaba vacía, Itziar que entrega la papelina y el zapatero que indica que hoy no es jueves y que volvamos pasado mañana. Justo antes de volver sobre nuestros pasos, el hombre nos habla, como si hubiera tenido en sus manos el pulso de todo nuestro ejército de zapatos. Nos cuenta, con las gafas de bucear en mitad de la nariz, que los clientes que acababan de hacer cliiiiin en la puerta, le habían reconocido. De su barrio. De cuando iba en bicicleta repartiendo remiendos con tacón, a golpe de pedalada y de canción. Si, por que el hombre canta y canta por todos los palos del cante. Y sabe tela de flamenco, del bueno, del que parió Caracol. Y de ahí el hombre se va hasta su padre y de ahí, cuesta abajo la nostalgia, hasta su abuelo. Y nosotros sin hablar. Da un paso sin dejar detener la historia y se va de un mostrador a otro y se saca de la manga otra historia y en un verbo, aparece una carpeta y nos enseña la foto de su hijo, actor en Madrid. Y le salta media sonrisa de melancolía y de orgullo.
Se llama Ambrosio. Un tipo de esos que ha vestido una vida con un guardapolvo azulón. Trabaja los zapatos con mimo, con precisión de neurocirujano. Nos enseño diplomas por doquier, libros de flamenco. Hasta se sacó un CD de la chistera. Lo abrió y en el envés de la carátula nos señaló con un dedo embetunado, a un friki greñoso y feo: este es mi chaval, y su grupo. Anda en Londres aprendiendo idiomas. Hizo un par de silencios a la vez que bajaba despacio la mirada y nos contó a parpadeos de tristeza y soledad, que su mujer murió de cáncer hace cinco navidades . Y que tiene una casa en La Manga del mar Menor, a la que baja de vez en cuando, para poner medias suelas a la vida.
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