21 marzo, 2006

Sinfonía

Tras el ventanal la primavera eructa un conjunto de almendros en flor, encapota cada almendro con una sábana blanca y reluciente. Lo he visto después de leer a Julito romper el paseillo torero y embriagador, de una entrevista que huele a faena de las de no poner el culo en la almohadilla. De las que como decía Cerrillo -crítico por ilusiones del Norte-: “… dos naturales y el de pecho y las palmas echan humo”. Como en El Fulgor, Julio te atrapa, te dispara escenas y adjetivos que hablan, que te llaman a zambullirte en la historia y a gozar. En fin me detengo, del elogio al mamazo hay quizá una frontera invisible y resbaladiza. Así que, los almendros están nevados hasta las cachas, nevados de flores blancas, que hacen que el paseo por este Klimanjaro mesetario sepa a gloria. Aquí no llegan ruidos de motores, claxóns, ni neumáticos histriónicos; por eso descubro la sinfonía de tintineos que nace de no se que Mozart, nada más comenzar a llover, justo en ese momento anterior, imperceptible al hombre urbano: cuando rompen las gotas contra el camino o contra la brea o la piedra; un sonido rítmico, relajado, desembozado por la ausencia del tráfico y las prisas. El cielo está encapotado, gris plomo, los cerros del este aparecen con una montera negra en sus crestas. Me detengo debajo de uno de los toldos en flor, el ritmo de la lluvia crece, aumenta, provoca un sonido envolvente. Desde aquí, el tronco del árbol, negro y erecto, parece un gigante frente a los edificios ahogados en el valle. Y el desempleo un sarampión traicionero y fébril.

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