Agosto
No sabíamos que Ralph Cifaretto llevara peluquín, ni que sus manos y su cabeza lisa acabaran en el fondo de un bolso de mano; no sabía que Tony supiera dirigir los dientes de una excavadora, ni que las deudas de este reloj de arena hubieran de financiarse hasta este mes de agosto amariconado sin casi sangre en los ruedos; no sabíamos que Lisboa fuera una ciudad tan hermosa, ni que bajara con suelos de mármol resquebrajado hasta el río. Todo sube y baja en Lisboa. Una luz de plata te guía hasta el río. Por un caudal de calles rasgadas por venas de acero, navega un tranvía viejo con rótulos de Coca-Cola. Un imán te hace llegar hasta Alfama y coger el tranvía 28, un laberinto de calles en sombra a pleno sol, donde anudarnos las manos a escondidas. La paz que respiras en el museo Gulbenkian, sentado en un banco sin respaldo y disfrutando del jardín que enmarcan sus ventanales. La hermosura de Campo Pequeño: su puerta grande brilla de noche como el carmín; una plaza enfocada al siglo XXI –donde las pezuñas del toro corretean sobre el techo de un cine-. Campo Pequeño es un lugar demasiado hermoso para enterrar el estoque hasta los gavilanes. En Alfama según caminas sopla una corriente de aire dulce, que lleva el fado, la música y las conversaciones que salen de las puertas recién pintadas, una corriente que nos llevamos para saber volver al son de Marizza. Volver de momento lo hicimos a la casa que dejamos cerrada, para encontrar las plantas que no se han secado, las huellas que no dejaron los ladrones, el libro de Julio guardando la entrada, las cartas que apiladas nos dan pistas sobre nosotros mismos, sobre lo que se va con nosotros y lo que no conseguimos dejar por el camino. Por el camino se apeó Julián Campo, Antoñetista primigenio. Un hombre bueno como Julián no podía seguir a otro torero; después de la Belle Epoque de Chenel continuó por la línea que marca la pureza, para seguir la muleta de la Madre Teresa de Calcuta, lejos. En la India. A veces los amigos recogían a Julián en el aeropuerto, a veces le creían enfermo, desnutrido, cansado. Pero no, sorteó la cornada que dibuja la miseria en la mirada, para dejar sonar el último clarín en una estación de un pueblo de Castilla. Descarrilada la vida mientras viajaba en un tren de la RENFE cruzando España.
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