25 junio, 2006

Escapadas

El mes es un rectángulo verde, rajado en su interior por líneas de cal, un rectángulo que vacío invita a una tranquilidad finita, algo así como un mar verde y parado, antes que los tacos de acero aren el verde de cicatrices remediables, en busca de la pelota, del vértigo del regate o del orgasmo abrazado del gol. Una marea sanferminera inunda las gradas alemanas, con el manido, chabacano y guerrero a por ellos. Al menos ya no se habla de la puta furia que fue un cuento chino y un funeral para buenos futbolistas. Ahora los periódicos hablan de estilo, como en literatura, de personalidad.
Yo por el vértigo del Mundial me rodeé de alemanes, pero en España. Diqué sus pieles rosa fucsia braseadas por el sol, su estilo futbolero, que residía en la línea de ecuador que marca la habitación del hotel, la piscina y el restaurante donde mal comer. Todos los Helmut leen libros encuadernados para cubrir los estantes giratorios de las gasolineras, enmudan al sol y no se gastan una cala.
De todo este ir y venir, para olvidar el trayecto en un supositorio de acero que me hace esconder la cabeza contra el burladero del asiento de adelante. Y es que en los aviones no hay enfermería ni Vilas que remienden femorales. Para no olvidar, el azul turquesa que impone la arena blanca de fondo, las quinientas brazadas que nos conducen hasta la siguiente cala, el buceo sencillo, senderos de pinos altos y pinaza en el suelo, acantilados recoletos, carreteras secundarias solas, estrechas y amuralladas. La luz que se resistía a dar categoría de dandismo a un paisaje sobrecogedor, según se acerca el olor a mar. Y un sabor. Y una especie escasa y nueva nunca catada, un espejo de carne de percebe recoleto y tímido acurrucado en una concha de mejillón. El mejillón siempre fue una segunda guitarra: en el arroz, un guiso, pasta. Un aperitivo espartano y monacal en soledad. Yo les tomé cierta manía, desde que los despaché todos los sábados a eso de la una de la tarde, a un tipo haraposo que se sacaba un billete de mil del fondo insondable del talón de un zapato con caries. En Mahón, aconsejado por un columnista redicho nos dirigimos a S`pigo, un restaurante marinero a la orilla del puerto, donde nos sirvieron el mejillón que puede empatar con el percebe si se cruzan en este mundial. Sencillamente preparado, al vapor, con un salteado de ajo, perejil y una lámina de aceite de oliva, frescos, suaves, de textura gelatinosa, terciados e imponentes. Una estocada en la yema. Un golpe de estado.

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