31 mayo, 2006

Miradas

La mirada noble de Prica es a veces la entrada a un agujero sin palabras del color de la miel seca, una comunicación serena, silente y pura. Una distancia inseparable entre lo que nos pide y lo que podemos dar. Un salto al vacío. Es curioso ver cómo sus caderas sufren el peso inmisericorde de la gravedad, de los años, cómo su andar parece el de un muñeco al que se le acaba la pila –siempre a la vera de un muro que le guíe, a la vera de una sombra que no le canse-. Cómo sus movimientos se enlentecen y se perfeccionan tendentes a una comodidad infinita; en cambio la bondad de su mirada resiste inmutable a todo, al paso del tiempo, al paso de los terremotos familiares y al paso de la soledad. Le colocábamos al irnos una toca transparente que le hacía parecer una de esas monjas de las fotografías de los años cincuenta, una monja que se iba dando cabezazos contra casi todos los muros de la casa, a su través veía el mundo transparente con nuevos compañeros y con pastas que no conseguía comer sin nuestra ayuda. Se sentaba a mi orilla mientras leía y cerraba la historia de Babirusa, del cabrón de Rubirosa, de Paco Frontón o del enano Martínez. Del pobre Miguelito Dávila y su media luna en su costado. Y de Luli Gigante. Prica seguía entre flipada -con tanto chope y tanto dulce- e hipnotizada con la evolución de mi toreo de salón. Conoce el sonido de mi coche al detenerme frente al porche y adivina el momento en que cojo el atillo para irme: entonces se sienta al principio del camino que conduce a la salida y me mira seria y resignada hasta la siguiente cita. Hasta la siguiente mirada larga.

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