15 mayo, 2006

SanIsidro

San Isidro amuebla el parón. San Isidro en el tendido de casa marca las costuras de la ausencia con hilo grueso, sin humo. El salón un espigal amarillo casi infinito, dándome los frentes una pantalla que me abre la ilusión como una sandía, roja, húmeda, brillante como la sangre de toro. La voz octogenaria del genial Chenel; Antoñete abre una cátedra a cielo abierto, una universidad con voz de Pepe Isbert y la mirada del genio que lagrimea recuerdos, toros, medias verónicas y las reglas sagradas del toreo. La cosa va bien, tan bien que de momento una cierta revolución de claveles modestos, descerraja las oxidadas bisagras del escalafón de los últimos años. Como Fernando Cruz, castizo del barrio de Chamberí el torero que ayer impresionó en San Isidro. Oreja de oro para una faena importante de verdad. De oro para distinguir el trofeo de otros concedidos días atrás. Oro de dieciocho quilates. Por auténtico. Porque Cruz funcionó con corazón y cabeza. En definitiva torear es someter, y Cruz sometió a un toro de Araúz de Robles que no quería ir, que se mordía la mala baba tras la muleta. Del principio genuflexo destacó un largísimo pase de pecho. Las cosas claras, el chocolate espeso. Y es que cada derechazo era un gesto, o una gesta. Uno cosido tras otro, como los tres o cuatro naturales de Gallo, que pusieron la plaza en pie. Esperanzador.

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