El otoño de Frascuelo
Nadie puede negar el momento de sazón de Perera, ni la raza de torero macho y responsable. Ni su ambición. La tarde de la encerrona tuvo una luz de frío. El resultado de empezar por estatuarios al quinto era de manual, y si el toro se viene cruzado, más. Parece por momentos que Perera toma la tauromaquia poncista y al propio tiempo la quietud de Tomás y al rato la del pegapasismo que tanto cansaba a Joaquín Vidal. No veo una tauromaquia ordenada y definida: planteamiento, nudo y desenlace. No me llega determinada la personalidad de Perera. Más, no persiste en el recuerdo hoy tras la congoja del torniquete ni un muletazo de esa tarde. Si persiste en mi memoria el andar de Frascuelo y dos doblones con sabor torero. Me hubiera gustado verte así cuando te veía de niño. Sin mentiras. Vestido como ayer Frascuelo, con un lila y oro que pesa sesenta años. Frascuelo es una columna clásica y Trajana, cosida y remendada desde que un toro de Villagodio le tiroteó el cuerpo y el futuro a quemarropa. Frascuelo con olor a pólvora en los muslos volvió a Madrid. Y Madrid le recibió con el abrazo de los elegidos. Hay un perfume que moja la pólvora, un aroma Chenel y añejo que enciende las pupilas del aficionado. Todavía quedan toreros que escupen y no dan besos, que andan por la plaza agigantando el paso, estatua y tiempo. El andar de Frascuelo es el andar de un tiempo que se acaba el mismo que Luis Carlos Aranda, que anda como los ángeles resucitados de Montoliú. Da igual que ayer la corrida fuera una escalera infame para Madrid: el pecho hinchado por delante, la suerte cargada, el toreo añejo, el sabor del tiempo, la ilusión de un hombre que torea tres tardes, que vive en un ruedo donde no hay fracaso, sino admiración. Que llena Madrid por que Las Ventas es un valle donde descumplir los años por doblones y trincheras.
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