Valladolid, otra feria
La feria de Valladolid bien podría resumirse en la imagen sugerente de un torero de la tierra despatarrado el sábado en un tendido de sol tragando pipas de cuatro en cuatro, mientras Aparicio estrambótico corría más que Fandi. ¿Quién imagina a Fernando Domínguez en tal situación? Esta feria es un camelo y una regresión. Una continua novillada sin caballos, un sopor festivalero, sin seriedad en el toro, ni el público, ni en la prensa jaladora. Seis mentiras a las seis de la tarde. Es tan incómoda como sus localidades tortuosas y a medida de españoles de los años treinta y cuarenta. Tienes razón, no hay perfume de modernidad. Hay una evidente tendencia yonki al trauma del afeitado, una plaza seca, sin luz, ni vida, ni afición, ni glamour, ni ganas para ser otra, sin afición para cruzar el territorio fronterizo de lo serio, del respeto primero al toro. Bendita Francia. Bendita frontera. Perera en gran momento cortó seis orejas en dos tardes. Y en el trance de ese gran momento torea como en la fotografía que tomo de una crítica entusiasta: despegado y en el hemisferio sur del toreo clásico y puro. Pico en vena. El natural traicionado. El torero del momento. La plaza en pié. Las palmas echan humo decía un revistero.
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