Republicano Zar de los toreros
En días como ayer miro al cielo redondo de Madrid. Beso tu memoria por regalarme la mejor herencia: que fluya mi sangre hervida, que lata mi corazón por gaoneras, que me levante la emoción en el granito de Madrid y que los truenos sonando de Las Ventas sean heroína en vena, día para la noche, como aquellas tardes Chenel, el cielo en un mechón blanco, lila y oro: aquella tarde de Curro, tabaco y azabache.
Si antes fue Joselito y Belmonte. Si Manolete revolucionó el toreo e inventó la verticalidad. Si Ordóñez lo subió a los cielos, lo barnizó de arte máximo y definió el clasicismo. Si ellos fueron, José Tomás es el heredero. Tomás cada tarde en Madrid vive una vida a costa si acaso de la muerte. Anda la arena esquivando el alacrán del miedo. Impávido. Detiene el tiempo y lo llena de cuerpo, de importancia: solemnidad y sacramento. Este hombre pálido y enjuto, cintura de mimbre, busca el temple y la perfección como nadie, el mármol cincelado, la comunión con el toro. Hay un rayo de luz de hielo y quirófano que le sigue y que se espanta con el natural inmenso, que se muere y cruje como la madera en la trinchera inmortal. La teoría del toreo cruzado, la pata adelante, la muleta adelantada, el cuerpo ofrecido y los muslos en prenda: si no pasas, sino quieres tomar el camino de la largura infinita del natural, sino me das vida y latido: toma mis muslos. Eso es lo que escalofría de Tomás. La ofrenda en el altar blanco del toreo. Templar lo destemplado, acallar el murmullo, silencio poético. El sacerdocio, el conjugar el sentimiento trágico, con la perfección en la suertes. El trance de la cogida asumido. El escudo un vestido de seda.
Ayer el centro del mundo era un redondel de arena, una anochecida lorquiana, el rey un príncipe destronado, José Tomás prisma puro de purísima y oro. El silencio corría a la velocidad de la luz a través del granito de los tendidos, como el rayo que cruje el hielo. La plaza helada cuando José Tomás quieto, vertical, inició el sacramento refundado de la gaonera. El capote torero y ceremonial a la espalda. El toro que pasa ceñido y toreado lamiendo los machos. La gaonera es una milésima de natural, un latigazo de emoción. Hay una pasión por vencer Isleros, por cruzar todas la puertas del príncipe. Ayer Tomás desempolvó la esencia misma del toreo, porque no siempre torear es torear. Ayer los clarines anunciaron la gloria y una muleta venció la tormenta y resucitó la momia de tanto toreo dormido. Más grande sería Tomás si conquistada Roma, cruzara la Galia también de la periferia y vestido de purísima y oro levantara la voz contra la torería que quiere leyenda y poesía con el toro de barro mutilado.
Ayer el centro del mundo era un redondel de arena, una anochecida lorquiana, el rey un príncipe destronado, José Tomás prisma puro de purísima y oro. El silencio corría a la velocidad de la luz a través del granito de los tendidos, como el rayo que cruje el hielo. La plaza helada cuando José Tomás quieto, vertical, inició el sacramento refundado de la gaonera. El capote torero y ceremonial a la espalda. El toro que pasa ceñido y toreado lamiendo los machos. La gaonera es una milésima de natural, un latigazo de emoción. Hay una pasión por vencer Isleros, por cruzar todas la puertas del príncipe. Ayer Tomás desempolvó la esencia misma del toreo, porque no siempre torear es torear. Ayer los clarines anunciaron la gloria y una muleta venció la tormenta y resucitó la momia de tanto toreo dormido. Más grande sería Tomás si conquistada Roma, cruzara la Galia también de la periferia y vestido de purísima y oro levantara la voz contra la torería que quiere leyenda y poesía con el toro de barro mutilado.
Fotografía David Cordero.
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