17 octubre, 2008

Islas

El Espíritu de Pavese va cayendo como una cortina de agua iluminada en la habitación oscura. Tras el ventanal hay una luz de farola sombría, un jardín pequeño y el mismo Boj verde y musculado que me fascina y crece hasta lo exacto del ventanal. Atrás queda la prisa del aeropuerto, el silencio de patio de cuadrillas del aparato, la arrastrada espuerta del pozo moqueta y el nudo de la corbata como Manili. De noche el colchón está duro y mi madrugada es un reloj despierto. Por el pasillo a la intemperie hay palmeras quietas como soldados que vigilan la noche mientras el día aparece al otro lado del mar. Voy viendo una silueta de isla verde desde el ventanal y un rumor de tráfico que apenas llega y la fotografía de una mujer en la portada de un libro de Ray Loriga. Loriga y su historia de amor y cicatrices vuelve debajo de la almohada. Después en la calle esta isla tiene una memoria de sol y luz en las aceras, un aire que se cuela por los ventanales desnudos de las cafeterías con mesas que aún queman en octubre. Hay barcos que se alejan por las carreteras azules del agua, hombres parados en mitad de la mañana sin prisa, taxis amotinados en las aceras, y a su espalda los mismos barcos descosidos de la última vez, arañados, enseñando la sangre de oxido que chorrea por sus cascos hasta el mismo límite del agua. La isla tiene un viento que borra los oficios, salvo los marineros que eructan a mar, y algunas calles son un vagón de tren medio oscuro y tranquilo donde dejar que lata mi iPod y me llegue como un vapor de droga dura, tu recuerdo.

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