30 octubre, 2008

Verónica

Las únicas luces que me broncean son las del pozo moqueta. Me llega noviembre que para mi es un beso de frío en los labios. Mi mundo parpadea y aparecen nítidas sendas nunca olvidadas. Al dejar el pozo se ve un cielo arrugado, se oyen cláxones y el rojo carmín del temblor de los frenos. Sólo la lluvia ya es vida. El coche aún no sabe el camino a casa en esta ciudad que me mira con tus ojos todavía, ni adivina su querencia de casa caliente y fogones. Un coche también necesita llegar a esa caricia de amor conocido. El agua de cloro es el recurso para apelar el tedio de los papeles y la nostalgia no suda ni se evapora. Bajar al fondo un buen rato, practicar la patada de braza que es un algoritmo y no pensar. No deberíamos contar nunca nada, comienza Tu rostro Mañana. Y esa es la vía del pozo. El silencio. No participar en el desolladero que es este pasillo enmoquetado donde la gente sangra, se caga en lo sagrado. Se marcha. Yo prefiero el sueño, mirar los toros desde la atalaya de la grada, pensar en Julio ahora en el silencio crujiente de patio de cuadrillas liado en ese capote de paseo torero y ceñido que es Verónica. El runrún del público esperando. No hay mejor título porque la Verónica vuela, baila, hace bronce, entumece el tiempo y da billetes si colocas una mano cerca de la bragueta. Este manojo de Verónicas será seguro historia y mundo y verso y vida y sexo y latido y pólvora y encenderá de noche la luz de los escaparates. Deslumbrará nuestras pupilas. En fin, no dejo de pensar en esa frase Umbraliana y genial: la p. como un gladiolo.

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