Cicatrices y alternativas
De niño vi cicatrices que recorrían muslos. Boquetes de pitones como volcanes secos sin vida. El cuello rasgado al final de un pase de pecho en Sevilla. Y luego la leyenda de cada cornada me era contada como una jarcha de sangre y cloroformo e inoportunidad. Bilbao: habitación de hotel: una taleguilla rota, una circunferencia más o menos la moneda de un duro, que rompe la seda grosella, dejada velozmente sobre la cama por un mozo de espadas que regresa como un escudero al hospital y abandona el vestido del guerrero mientras yo me encierro y me pruebo la chaquetilla de oro. Veo a Morante ahora mirar sus cicatrices, lejos de aquella actitud miedosa y blanda, de aquella cornada también de Sevilla y el cartucho de pescao. Morante sabe que la geografía que visita hace tiempo, tiene voces y astas que parten los muslos. Ese toreo suyo que como en los versos de San Juan de la Cruz: salir sin ser notado, se agarra al suelo, se aploma y se hunde, nos lleva a esa mísitca inexplicable de su capote. No es extraño que Morante visite en agosto el sol helado del quirófano por andar rondando ese lugar flamenco y eléctrico, donde plantar la silla y palmear: jugar al arte. Fuera de aspavientos, polvo y zapatillazos. Lo pensaba viendo a Morante en una fotografía, seguir el sendero de su cicatriz, el mapa cerrado de la sangre, con una camiseta negra, el pelo revuelto como Camarón, un corazón rojo, las letras de Nueva York. Quizá por eso soñé hoy con una plaza circular de Nueva York, que era como un ruedo de modernidad y rascacielos donde Nora me espera comiendo un helado blaco. Un kiosko que no vendía más que libros de Julio Valdeón y un hombre rubio vestido de novio que bajaba las escaleras del metro. Será la semana llena de zozobras, reapariciones y alternativas, de coches averiados y también rayados por niños que no saben torear de salón. Será que reaparece Morante el miércoles en plena meseta y le veremos a portagayola, mientras un hombre se encierra en el campo de sus pensamientos, prepara la silla, sueña con esa maestranza asturiana, se viste de luces, coloca las estampas sobre la mesa imaginaria de la soltería antes de trenzar el paseíllo líado del amor.
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