16 junio, 2009

La noche del Joglars


Hay noches que tienen un cielo de verbena, el mismo crepúsculo de fiesta que tiene el teatro al bajarse el telon. Al amanecer del juego de luces y de silencio le siguió el sol de la primavera de Vivaldi que resuena en mi memoria de norte a sur desde entonces. El sábado la pantalla de la tarima y la fantasmagoria fue disfrazando una abrumadora fantasía actoral. En un rincón oscuro de la noche Fonseret, Ramón, líaba cigarrillos de picadura de tabaco. Como Plá. Con el mismo misterio de un torero antiguo, muy Rafael Ortega, con la misma mirada cinematográfica de Rafael Sánchez Mazas corriendo por el bosque, apartando la lluvia y las ramas del camino a su paso, esa misma mirada de lluvia que se posa en la memoria, que atraviesa las ventanas de la pantalla y vuela con nosotros después del cine. Tiene El Joglars un imaginario daliniano y diferente, un sentido de la escena, del ritmo y de la virtud de sus vaivenes muy torero. Una bóveda en la que se muelen los sueños. Fonseret tiene sobre las cosas una voz exilada y sabia y una mirada sobre el toreo que es escena y cuerpo y gesto y magia. Postura y danza. La mirada de El Joglars sobre el toreo es larga, más alla de los símbolos magullados y los miedos perdurables, su argumento: un escudo quijotesco y memoriado sobre lo que fue Barcelona en el toreo y sobre lo que es en realidad el toreo: ave que sobrevuela las banderas, la lenguas porque se besa hasta con el quiebre de la caligrafía del Japón. Este cainismo español, el alambre de las fronteras, la estrechez de las mentes. El fango de la ignorancia al fin. El toreo a la vuelta de página de un siglo ha vencido el olvido del mar, volvió a conquistar américa y el fulgor de su sangre mezclada con un vuelo rojo de muletas enamora la mirandas rasgadas de los asiáticos.

También El Joglars ha llegado a ese latido oscuro de todo aficionado: la controversia entre toro y torero, el campo de batalla íntimo de dos amantes: animal y muleta, la sábana blanca de la verdad. Toda palabra hila un laberinto y de cualquier laberinto se sale con palabras o con un manojo de naturales. No sé si esta controversia ayudará a tranquilizar la lágrima fría por el toro, el fulgor poco comprensible de su sangre hirviendo en la geografía del mundo perfecto, en la filosofía del hombre cabal. De momento antes del pensamiento ortegiano llega el relámpago incomprensible del pellizco de esta fotografía: el actor toreo metiendo los riñones, de rosa y oro como Manolete, el natural ceñido el mentón hundido, el palillo teoría Bienvenida cogido con las yemas de los dedos, muy cerca el actor toro entregado por abajo, sobrevolando las ingles del matador.

A veces uno siente la plata de la vida entre las manos, la lengua paladea los minutos como hormigas de caviar negro y frío y la madrugada es un trago de champán con la quimera puesta al borde las copas, ese vértigo imparable que toma la vida y que hace sentir que después de la luna que alumbra la noche y que precede al día y siempre es otra, no existen los lunes y hay un sol que alumbra completamente verano.

(c) Fotografía Paloma Aguilar.

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