18 mayo, 2009

Poemas de la Oficina

Escribía Mario Benedetti (Poemas de la Oficina, 1953-1956): "es raro que uno tenga tiempo de verse triste: siempre suena una orden, un teléfono, un timbre, y, claro, está prohibido llorar sobre los libros porque no queda bien que la tinta se corra". No es llorar, es una gana de volar por encima de este jardín tan extranjero. Si supiéramos que pisamos el tiempo, que lo ahogamos, que las llamadas, la orden, el timbre, son un aire que erosiona la piedra de los minutos, huiríamos para solo buscar el asedio de unos brazos o aquella mirada tuya en la que pasar las horas. Ayer se me perdieron mil minutos en los ojos de Nora. Yo no sé que es Inisfree y no me atrevo a preguntarlo, pero tomaría también un barco al Harlem de Julio, uno de esos barcos que llevaban océano arriba a Belmonte, dejaría este callejón enmoquetado de intereses, o pondría también un mostrador de peces y hielo y gambas vivas que aletean. Dan ganas de tomar esa luna de Alberti: Tú luna, de los taxis retrasados y tomar un taxi, aunque sea retrasado, a esa luna blanca y ver como se aleja este material tan poco propicio para la poesía de la oficina, como encoge el tiempo los papeles, como muere el cobre de las grapas. Esos pobres teléfonos que no conocen palabras de amor. Ahora después de la oficina, Camarón y yo vemos un cielo azul purísima, un sol débil como la voluntad y me acuerdo de esos versos: el sol es débil, la razón no importa.

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