29 mayo, 2009

La liturgia del dolor

En la semana hubo un trozo de segundo que se ensanchó de escalofrío, pitón y casi muerte. La noche antes releía la historia de Valerito, primer herido de muerte en La Maestraza. La misma mañana leía un brillantísimo artículo de Raúl del Pozo sobre la metafísica de José Tomás. Explica, por la vía doctrinal de Javier Villán, que la filosofía de JT es simple, antes el navajazo de un pitón que el deshonor de un paso atrás… el torero ha decidido inmolarse. ¿Porqué sobrevive esa ceremonia donde el cuerpo es la hostia sagrada?

Esta historia de entender la esencia de una tauromaquia como un tratado de dolor, sufrimiento y de la angustia como medio de materialización de la belleza, me parece que tiene que ver con una visión cegada de la historia del toreo. El toreo pasa la página del siglo también por esa angustia metafísica. Por la presencia de la muerte. Por la dialéctica de cada tarde: muleta y femoral. Vencerá el arte y la memoria de un capote al riesgo cierto de morir (¿). Si en esta historia la supervivencia del torero estuviera garantizada sería una fiesta de museo, campo y vitrina. El luto importa como duda no resuelta para el hombre. El arte humaniza el espectáculo y lo hace racional. Lo eleva a la memoria. No ha inventado José Tomás la gallardía, la lleva el toreo en su flujo de glóbulos rojos. Lo llevaban ya Valerito y Órdoñez. Belmonte y Antonio Montes. Es nuevo que en el escenario de un toro que mira para descoser las iliacas, un hombre se cruce e hinche el pecho, eche la pata p´lante y se asome al riesgo de la cornada(¿). Es nuevo que un banderillero gallardo a sabiendas de guasa de un toro decida asomarse al balcón y a la gloria de un instante en vez de pasar en falso o clavar un palillo (¿). A Manuel Calvo Bonichón Montolíú le partió a quemarropa el pecho un toro justo por no pasar en falso con un toro en mal sitio y poco picado. Por asomarse al balcón -torerazo inolvidable-. En cambio Montoliú quiso salir andando y torero del par. En los veranos sangrientos de Heminway, cientos de toreros de plata no pasan en falso. Si Rincón, César de Madrid, no hubiera cruzado esa línea de fuego a la que se refiere Villán, no tendría cuatro Puertas Grandes de Madrid. Este eslogan Tomista de antes la cornada que el paso atrás, no tiene que ver con la gana de morir, ni con el ataúd de terciopelo, ni con la endorfina del dolor, ni con el masoquismo torero. Tiene que ver con la superación del límite, con el valor como instrumento para crear, poder y emocionar. Con ese elemento volitivo y frágil que es la muleta: ahora se llama técnica. Para ejemplo una faena memorable de JT a un toro imposible en Castellón. Nos acordamos del toro de El Sierro, por la superación de la frontera de lo prudente y por el escozor de la angustia, por sacar un natural lento o largo de un pozo imposible. Recordamos a Bastonito, que bien merecía un paso atrás. Otra cosa son las nubes negras, las tardes nubladas, los planteamientos equivocados. El Tomás ofuscado. En el toreo mismo, en su liturgia, en el orden y forma con que se lleva su ceremonia, está la angustia, el instante de miedo, la muerte y el arte humanista. Y claro que el toreo es una inmolación en su estricto concepto: dar la vida, la hacienda, el reposo, la flor de los años venideros, en provecho y honor de la gloria torera. Y la muerte está escondida detrás del vuelo de cualquier capote trivial y el cuerpo es claro que sí la hostia sagrada. Aunque haya una infantería de ángeles de la guarda que como anteayer embocen la voz de la tragedia.

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