Sobre Le coq y la hierbabuena
Las tardes comienzan de mañana, la línea blanca del tren y el aire íntimo de las estaciones en sábado. Nos reunimos los supervivientes de aquella isla de de infancia y pasado. Nos queman los recuerdos claro; los vemos venir de lejos con ese sonido de campana lejana. Y esta compañía es hielo para estas quemaduras del tiempo. Mirándonos sabemos que las verdes praderas, los días Mojados, la ciudad y sus fuentes doradas existieron. Porque Padova fue un tiempo de éxito y una barra de café y mediodía, una vida de noches y licores, de niños que nacían y mujeres que esperaban que aquel champan se apaciguara con el devenir de los placeres y los días.
Bajar la calle de Alcalá con una copa vasta en la mano, mimando la ginebra, no dejaba de ser un homenaje de aquel tiempo. Flotaba por eso la hierbabuena en este día 3 de octubre del año no sé cuántos después de los Príncipes de la fuente dorada. El tiempo no importa. Importa que perdura el azul de aquellos ojos y la hierbabuena tiene el mismo perfume de vida, la misma mirada verde para ver esta reina de ladrillo que embelesa Madrid.
Si Napoleón hubiera mandado un soldado valiente a conquistar Madrid, ese hubiera sido Castella, vestido de azul pavo, con esa línea sobre la taleguilla tan Robertodomínguez. Nada que ver con Napoleón, Castella es un látigo de mimbre con una izquierda de borgoña. Barrió Madrid esta muleta roja, azul y blanca y dibujó una trinchera eléctrica apasionada que fue rotunda conquista para Madrid. Castella tiene ese punto de sazón del éxito y una fórmula muletera pensada desde la habitación del hotel, una muleta asimétrica que pasa del toreo fundamental al espejo Ojedista. A veces tanto vaivén me saca del tiempo hermético de la faena. Aparicio tan de negro corrió más de lo que quiso y se buscó la indulgencia del pasado en una media con sabor, entre pitos, bronca y nubes negras como el azabache. Es algo indigno vivir de aquel pasado de Alcurrucén y embrujo. Es mejor guardar aquello en las dobleces de un pañuelo blanco. Aquel día que Aparicio inventó un lugar propio entre la distancia y el embrujo.
Las tardes acaban de noche con el atardecer de Madrid, un toro que todavía embiste bravo por calle y quiere seguir la estela blanca de los taxís. El latido de su asfalto, cuatro herederos que no olvidan la herencia de la memoria, el comienzo del mar; luego los besos de la despedida y con la velocidad de un tren que aún tiene una niebla de Montecristo sobre las fotografías de toreros y habitaciones de hotel. La luz de una cerilla que ilumina en penumbra la habitación mientras Morante de la Puebla, prende una habano, que es como prender el buen bajío y la ilusión, esa misma ilusión que traíamos nosotros en ver hoy un cielo de capote rosa: pero hoy llegó tarde el barco que cruzaba el océano desde Puerto Rico hasta el atraque de esta Monumental.
Bajar la calle de Alcalá con una copa vasta en la mano, mimando la ginebra, no dejaba de ser un homenaje de aquel tiempo. Flotaba por eso la hierbabuena en este día 3 de octubre del año no sé cuántos después de los Príncipes de la fuente dorada. El tiempo no importa. Importa que perdura el azul de aquellos ojos y la hierbabuena tiene el mismo perfume de vida, la misma mirada verde para ver esta reina de ladrillo que embelesa Madrid.
Si Napoleón hubiera mandado un soldado valiente a conquistar Madrid, ese hubiera sido Castella, vestido de azul pavo, con esa línea sobre la taleguilla tan Robertodomínguez. Nada que ver con Napoleón, Castella es un látigo de mimbre con una izquierda de borgoña. Barrió Madrid esta muleta roja, azul y blanca y dibujó una trinchera eléctrica apasionada que fue rotunda conquista para Madrid. Castella tiene ese punto de sazón del éxito y una fórmula muletera pensada desde la habitación del hotel, una muleta asimétrica que pasa del toreo fundamental al espejo Ojedista. A veces tanto vaivén me saca del tiempo hermético de la faena. Aparicio tan de negro corrió más de lo que quiso y se buscó la indulgencia del pasado en una media con sabor, entre pitos, bronca y nubes negras como el azabache. Es algo indigno vivir de aquel pasado de Alcurrucén y embrujo. Es mejor guardar aquello en las dobleces de un pañuelo blanco. Aquel día que Aparicio inventó un lugar propio entre la distancia y el embrujo.
Las tardes acaban de noche con el atardecer de Madrid, un toro que todavía embiste bravo por calle y quiere seguir la estela blanca de los taxís. El latido de su asfalto, cuatro herederos que no olvidan la herencia de la memoria, el comienzo del mar; luego los besos de la despedida y con la velocidad de un tren que aún tiene una niebla de Montecristo sobre las fotografías de toreros y habitaciones de hotel. La luz de una cerilla que ilumina en penumbra la habitación mientras Morante de la Puebla, prende una habano, que es como prender el buen bajío y la ilusión, esa misma ilusión que traíamos nosotros en ver hoy un cielo de capote rosa: pero hoy llegó tarde el barco que cruzaba el océano desde Puerto Rico hasta el atraque de esta Monumental.
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