19 noviembre, 2010

Viaje

Podría decir que este lugar me mira con tus ojos. En esta ciudad tú me decías que las sábanas estaban húmedas en Julio. Entre estas sábanas de noviembre puedo ver el mar bebiéndose la lluvia a tragos. Las Cíes envueltas entre una niebla de sal y secretos. Me acerco al casco de los barcos y a sus luces de invierno y pienso en ti en esta ciudad que dejaste doblada como la página de un libro. Corro en el duermevela de la noche, me pierdo en sus subidas y regreso de madrugada en un taxi adentrado en una bruma que hace de la calle casi un precipicio al vacío. He recorrido la noche por los mapas más al norte, he bajado solo resistiendo el sueño de la carretera, haciendo de este coche un diván de cuero y música. Dejo a un tipo que su poética es el dibujo de una excell, no entiende que la marea baja, que el amor cabe en un bolero. Entre los golpes de esta lluvia me froto los ojos para resistir el sueño, me miro a los ojos para ver la cicatriz de esas cornadas de espejo que dejan las traiciones: pena fría de que nos quieran tan mal. Las pupilas no dejan de ser un mapa de nosotros. Lo ven todo, aunque nosotros veamos tan tarde, escuchemos tarde, o nos lo cuenten tarde; lo ven todo, como estos faros blancos que iluminan a las 12 en punto los carteles azueles de Santiago de Compostela. Llego a este hotel setentero, húmedo. Hago la silla. Abro el minibar y con el lubricante seco del Whisky leo a Dennis Leane y escucho la música de unas cuantas fotografías de Rafael de Paula. Recuerdo la medianoche de hace más de veinte años cuando un niño que se llamaba como yo vino contigo al Hotel Ipanema, comió marisco crudo, vio jugar en un bar inglés a la selección de Miguel Muñoz y la camiseta verde de Arconada. Todo frente a este mismo mar que guarda en su fondo el tiempo. Espero, como estos barcos acabar pronto de llevar la mercancía mediante las conversaciones. Y regresar. Y ver a Nora dormir entre las sábanas de la infancia que nunca están húmedas. Ni siquiera en Noviembre.


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