Viaje en tren
Fernando subió a un altar de invierno. A mi lado un hombre y en sus pupilas los remolinos del Hudson, los edificios altos de New York, las ganas de avanzar el frío. Sigo viendo soles que no tienen corazón, que son solo luz para mis ojos. Al partir el tren, la luz de esta mañana tiene un líquen de nube y niebla, al llegar a Madrid hay una luz radiante que baja como un río por Montera iluminando mujeres y deseo. En Almagro el viento remueve la bandera de Japón. El tránsito por el metro, el submundo de las estaciones es una vida anónima y extranjera. El pasado y el presente se queda en la superficie, solo hay ahora y prisa por caminar hacia otro sitio la mañana. No hay antecedentes más allá del ruido del tren, los frenos tras un arco del andén. La vida de este lugar está sólo en los horarios de los trenes y su llegada, en las páginas de un libro que televisivamente muestra a Luther Lawrence en Boston. Veo mi barba de torero de invierno reflejada en la ventanilla tan lejos de la barba flamenca de Morante, veo a un poeta rubio y simbolista gafipastizado en amarillo, lejos de los hipstter. Me voy dejando la luz embriagadora de Madrid, en busca hoy de diez kilómetros de carrera oscura y fría, sin ese sol con corazón, con una luna invernal y fría, dejándote mis señas tras mis pies, por si acaso quisieras volver.
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