Antoñete
El toreo antes que la vida. Antes que cualquier cosa. A Antonio Chenel Albadalejo “Antoñete”, le hubiera gustado morir como Juncal, pero de lila y oro. Los colores en este poeta clásico eran un lenguaje, una paleta elegante, con su demonio de amarillo; colores para no cansarse de mirar cómo Chenel de rosa y oro campaba por el ruedo de Madrid con una majestad y un primor de otro tiempo. En la plaza era mente, lidia, matemática para el terreno, seda frágil y hierro también. Y valor. Fuerte y débil. Una hermosura de vuelo de capote. La mirada de Antoñete era una mirada nostálgica, tierna, comunista y chelí , una mirada de noche y madrugada, parpadeada de nicotina y de perder y de esperar, de aparecer y desaparecer, de pisar descalzo con medias rosas la posguerra, porque las muñecas de Chenel y su esqueleto torero se hicieron sin calcio ni alimento: la proteína de Antoñete era la ilusión puesta por Francisco Parejo por ser torero, la cercanía de ver al héroe Manolete entre los pasillos de su casa de Las Ventas. Pero cómo el día que murió Marylin yo estuve allí por tí cuando reinó Chenel, cuando Antoñete dibujó la gloria en una media verónica en los medios de Madrid de rosa y oro, cuando el toro de Garzón, cuando le miraban todos los dioses, cuando no le miraron en aquella corrida de Antonio Ordóñez, cuando la mitología de Cantinero y demás y su lucero blanco dibujando una luna creciente como un ruedo, cuando se despidió de azul intenso junto a Pascual Mezquita en Vistalegre. Yo vi bajar la calle de Alcalá al torero cincuentón con un traje gris tan natural y toreramente como en la plaza, cantado por el Fary, aquel andar invertebrado hacia toro, majestuoso, lumínico, aquellos sabores por naturales largos, tan largos. Y la distancia, que era reposar, paladear la vida, ensanchar el momento y la emoción. Antoñete en la distancia se oxigenaba y reposaba al toro, porque Chenel dialogaba con el toro, y en el diálogo amistoso como con Romerito, entendía al toro y sus tiempos, el lugar exacto donde darle el rojo mineral muletero. Y ahí era capaz de esperar al toro con la izquierda, en la jurisdicción de los muslos, con la muleta planchada y retrasada para girar con su elegancia cheneliana y volver a poner la muleta planchada y clásica y el pecho hinchado de torería. Y girar, quieto y tan valiente, porque Chenel se quedaba más quieto que nadie. Cuantos doblones en la memoria, la rodilla genuflexa , elegante y sin calcio de Chenel nos mareaba de emoción. Nadie hizo el redondo tan redondo y que modo profundo de sentir y de conocer el toreo. Nunca vi tan loca la plaza de Madrid, ni rendición tan plena a un torero. La trinchera donde doblaba muerto el instante. Embriagaba esa manera de esperar al toro fuera del burladero, con el capote recogido en el mentón, mayor, viejo, frágil, como en aquella faena pop del festival del nevado del ruiz.
Conocí a Antoñete corridos los ochenta envuelto en humo. En un hotel de Zamora, el torero estaba solo en una sala de televisión: de oscuro, su mechón, un cenicero cuajado de colillas, viendo la final del torneo de tenis de Roma; tengo su letra y su fotografía de la media de “atrevido” ; luego años más tarde ya mayor en alguna tertulia. Rebosaba humildad, amor por el toreo y una mirada tierna y sabia sobre la vida y el toro. No hablaba de figuras, hablaba siempre de buenos toreros. Nuestra afición está hecha de memoria de Chenel y en mi imaginario torero veo salir andando majestuoso de la cara de la cara del toro a un hombre sin aire mientras los tendidos de Madrid pierden el juicio. Chenel vivirá en la ilusión de los toreros que empiezan, en los vuelos de un lance, en el aroma a chenel de un doblón. Hoy que amanece y llueve. Como tantas veces en el tendido de Las Ventas sonará esa voz aguardentosa en mitad del pegapasismo de este lunes : “Antoñete vuelve”.
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