11 abril, 2012

Joaquín Vidal




He conocido críticos. Mitos aparte (Alfonso Navalón y otros). Casi todos hacían gimnasia de barra de bar, malabar con la cartera, genuflexión, lametazo y glorificación del postulante. Jamás les vi pagar una entrada. Matan por un callejón y su segundo de gloria. Juntar las letras o poner la voz en cualquier garito para hacer gratis el deporte de ir de plaza en plaza. Ninguno espléndido. Muchos roedores de burladero y manguito, empequeñeciendo a la fiesta. Joaquín Vidal era literatura. Dominaba el periodismo taurino desde una tribuna literaria y profunda. Dominaba primero el leguaje. Escribía. Dominaba la materia. Y era honrado con todos los haces de luz capotera que atravesaban sus cuadriculadas lentes de pasta. La muleta planchá fue un poemario. Leerla hoy resucita a Antonio Chenel Antoñete y la magia de aquel día. La crónica debe ser un viaje en el tiempo a la misma emoción de la faena, al calor del beso, al sonido del timbal. Le pidieron a Antoñete que pusiera la muleta planchá, decía el primer verso: y ves a Chenel andar hacia el toro de lila y oro, empacar la tarde y alumbrar el recuerdo con una luz blanca de mechón y trinchera: “una trincherilla instrumentó Antoñete y la plaza se iba a venir abajo. La trincherilla constituía el símbolo número dos de la torería en estado puro”.

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