El Fósforo de la Luna
He soñando que volvía a Bértiz. A veces los sueños nos traen a rastras la compañía de las personas que nos saben a caries; empastes del pasado. Pero otras veces vivimos cosas nuevas y nos abrazamos a la almohada, para no despertar. Son vidas nuestras, historias que pasan como nubes, libres de peaje.
Fui a Bértiz en marzo de hace unos 9 años, con una chica delgada con piel de leche merengada. Con una cámara de fotos y un coche pequeño. Sin mapas, sin visado. Sin carné para conducirme por la vida. Me fui para ver con mis ojos la voz que sale del fulgor de los cuerpos – como el título de la novela de Julio Valdeón Blanco, Umbral de mañana-.
Cenábamos pronto después de la ducha caliente y subíamos más pronto aún, sin postre ni café, ni pan, ni segundos platos. Para pagar la cuenta entre sábanas blancas. Conocimos los valles de la batalla de Roncesvalles. Comíamos bocadillos de queso -que sabían a vegasicilia-, pisando las últimas hojas del invierno en Irati. El primer viaje siempre embadurna el resto de la historia. Te deja un manojo de rosas blancas junto a la mesilla o te mete como un carterista, un billete business en el bolsillo interior de la chaqueta, deportándote al sabor de boca que deja el desamor. Al Diván del Tamarit de los amigos, abierto como las funerarias. A mi me dejó una vela encendida desde entonces, que se prende con el fósforo de las noches de luna llena y una manta que me tapa con un brocal de recuerdos que voy tejiendo mientras duermo. Eso es lo que haré, dormir, porque aquí hoy, no va más, no hay peruanos en la tienda de enfrente que vendan flores de madrugada, como en NY. Sólo un ejército de excavadoras, abandonadas desde el atardecer que se van ocultando según cae al vacío el estor, el telón de este escenario recién pintado, donde duermo.
Fui a Bértiz en marzo de hace unos 9 años, con una chica delgada con piel de leche merengada. Con una cámara de fotos y un coche pequeño. Sin mapas, sin visado. Sin carné para conducirme por la vida. Me fui para ver con mis ojos la voz que sale del fulgor de los cuerpos – como el título de la novela de Julio Valdeón Blanco, Umbral de mañana-.
Cenábamos pronto después de la ducha caliente y subíamos más pronto aún, sin postre ni café, ni pan, ni segundos platos. Para pagar la cuenta entre sábanas blancas. Conocimos los valles de la batalla de Roncesvalles. Comíamos bocadillos de queso -que sabían a vegasicilia-, pisando las últimas hojas del invierno en Irati. El primer viaje siempre embadurna el resto de la historia. Te deja un manojo de rosas blancas junto a la mesilla o te mete como un carterista, un billete business en el bolsillo interior de la chaqueta, deportándote al sabor de boca que deja el desamor. Al Diván del Tamarit de los amigos, abierto como las funerarias. A mi me dejó una vela encendida desde entonces, que se prende con el fósforo de las noches de luna llena y una manta que me tapa con un brocal de recuerdos que voy tejiendo mientras duermo. Eso es lo que haré, dormir, porque aquí hoy, no va más, no hay peruanos en la tienda de enfrente que vendan flores de madrugada, como en NY. Sólo un ejército de excavadoras, abandonadas desde el atardecer que se van ocultando según cae al vacío el estor, el telón de este escenario recién pintado, donde duermo.
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