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El domingo iniciamos camino. Parada y fonda en el país del frío. Burgos es la fábrica donde el invierno se cocina a fuego lento, como saben: la única ciudad con dos estaciones, el invierno y la del ferrocarril. Echamos la pata pa´lante y nos templamos con calma las delicias de Casa Ojeda, templo de las delicatessen de Castilla, del caviar entreverado con granos de arroz. Manjar de los dioses. Paseamos por el Espolón, por los mismos senderos que dibujó mi padre, pasamos frente a las barras de zinc que le vieron reír, conversar y agitar los peces de hielo del J.B. Eran los tiempos de Piti, del Coronel, del Notario, de los Doctores, del Teniente de Alcalde Julitocaraculo, -cuando le conocí, entendí la perfección-, del carnicero que regalaba ternera y jamón a las clientas que se animaban a probar la carne en la trastienda. Aquellos años en los que los camarareros le solicitaban el mismo auxilio para discernir un despido, que para curar una diarrea, en el hotel se rumoreaba que mi padre no sólo era abogado, sino medico-psiquiatra y licenciado en filosofía y letras :"... si con la cara de listo que tiene el hijoputa..."-. Era una panda fetén, que yo conocí antes que fueran muriendo; desclasada, unida sólo por el afecto, lejos de las tonterías del sectario Valladoliddesiempre.
Plegamos las velas en pleno Arlanzón y con un libro, regalo a escondidas de la chica del barrio de Salamanca (fotografía taurina, con texto del pobre Joaquín Vidal), viramos todo a babor hacía la ciudad más pía, conversando, soñando, haciendo promesas: Auferat hora duos eadem. Pinchos en la Estafeta, paseos por todas las aceras que desembocan el la plaza del Castillo. La ciudadela de noche y de día, el reguero de fotografías de Jeminguay, - que dicen los taurinos-, de Ordóñez, que perfumó a esta tierra para siempre. Pasamos por las manos de los internistas cariñosos que remiendan mis costurones, santiguándose cada vez que manejan su fonendo bendecido. Y la vuelta pasito a pasito, probándonos cintas para el pelo, que decidan si damos una oportunidad a los rizos y así parecerá que todo comienza otra vez, como entonces. Como ahora.
Plegamos las velas en pleno Arlanzón y con un libro, regalo a escondidas de la chica del barrio de Salamanca (fotografía taurina, con texto del pobre Joaquín Vidal), viramos todo a babor hacía la ciudad más pía, conversando, soñando, haciendo promesas: Auferat hora duos eadem. Pinchos en la Estafeta, paseos por todas las aceras que desembocan el la plaza del Castillo. La ciudadela de noche y de día, el reguero de fotografías de Jeminguay, - que dicen los taurinos-, de Ordóñez, que perfumó a esta tierra para siempre. Pasamos por las manos de los internistas cariñosos que remiendan mis costurones, santiguándose cada vez que manejan su fonendo bendecido. Y la vuelta pasito a pasito, probándonos cintas para el pelo, que decidan si damos una oportunidad a los rizos y así parecerá que todo comienza otra vez, como entonces. Como ahora.
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