El Gran Bazar
Me gustan estos días que inauguran los primeros fríos cuando despertamos, con el cielo limpio, azul como los ojos de la chica de “mirada oceánica”. Parece que el frío y la humedad son un potente detergente para los amaneceres sucios, grises. Cansinos. Los días fríos de ahora son un eufemismo. No hace mucho tiempo esperaba a mi primo en esta misma esquina por la que ahora paso cada mañana con el auto –como decía el gran sastre -. Junto a la farmacia. Mi primo venía en un dos caballos que en la curvas se ponía boca abajo. Siempre me hacía esperar lo que equivalía a que me quedara helado. Luego me llevaba al galope hasta el mercado central sin apenas hablarme. Un mueble de primo. Me gustaba ir cada fin de semana a ganarme los caprichos, a conocer un submundo nuevo lejos de los pasillos ilustrados de la facultad. El mercado era como La Gran Manzana, todo el mundo corría, carros arriba y abajo, palés apilados, voces, el frío que se metía en el alma, los suelos de color rojo con riachuelos de agua sucia y escamas, el olor a humedad, a mar en Castilla, a tipos que no cambiaban su indumentaria hasta que pasaban todos los meses con R. Vendedores de lotería de madrugada. Llegaban trailers, coches cama para las nécoras, las centollas que venían como princesas desvirgadas desde Galicia. Hombres primarios, con instinto sólo para distinguir pescados a ciegas. Chicos con sabañones, con manos de viejo agrietadas. Gente amargada subida en un pupitre, pesando besugos y merluzas de gran sol. Mastuerzos que descabezaban percebes crudos a las tres de la mañana y escupían las sobras. Generosos que te invitaban a una docena de almejas de limón en bandeja de corcho. Mujeres que desayunaban orujo y pastas de Portillo. Casi no existían los guantes, ni el goretex, lana y katiuskas. El esfuerzo sin recompensa. A las 6.30 a.m., al bar donde se resguardaban del frío, donde no sonaban de fondo radios ni telediarios, sólo los gemidos de un viejo televisor, donde se follaba sin carta de ajuste.
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