31 octubre, 2005

Mendrugos de pan

Cuando cruzamos a la carrera un paso de cebra. Cuando vamos a prisa a comprar el pan antes de que nos cierren. O cuando al despertar nos estiramos perezosos, miles de células se confabulan para alimentar los músculos que se tensan, los ojos que se cierran. Nuestro cuerpo pone en marcha las aspas que combustionan la cena que nos prepararon la noche antes. Incluso, si estamos recostados, leyendo tranquilamente, las imágenes que brotan de las letras, que se iluminan en la pantalla de plasma de nuestro cerebro, necesitan candela que las prenda. Cuando dormimos una llama minúscula permanece encendida en nuestro interior –como una caldera-, alerta por si acaso, nutriéndose poco a poco del flan que tomamos de postre en la cena, del bombón que comimos al acostarnos. Más madera para los sueños.
Nos dan el coñazo y nos anestesian con la gripe del pollo, que siquiera existe. Con la operación salida o entrada. Con olas de frío, de calor. Y a unas horas de vuelo más allá del Estrecho, una enfermedad de la que nadie habla, fulmina a los negros que se atreven a fundir su sudor, su semen. Condena a quienes mezclan su saliva. La Enfermedad de Malburg, cuya curación es más que utópica.
Angola, Sudán, Níger, Burkina Paso, Etiopía… Lugares sin Estatut. Médicos sin Fronteras, difunde, que hoy mientras leen estas líneas, hay 800 millones de personas desnutridas. Sin energía, para caminar ni para follar, ni para dar besos a su hijos. Sólo para ahuyentar las moscas. No tienen proteínas que echar al fuego, ni harina con la que rebozar el hambre, sólo se tienen a ellos mismos para consumirse. Catástrofes mudas, sin 112, sin sirenas, ni gente pidiendo auxilio desde las ventanas. Catástrofes que no conmueven, sin olor, invisibles, que no necesitan un acto heroico para su solución, sólo un mendrugo de pan con el que hacer una suave metamorfosis antes de que sea tarde y se conviertan en gusanos de seda.


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