24 abril, 2007

Grande, Morante

Emborrachado de Morante ayer, borracho de sorpresa, las pupilas como dos lunas llenas viendo a Morante cruzar el cadalso que conduce a la puerta del miedo. Se hincó Morante de rodillas en la angosta angustia por donde sale el toro en Sevilla, se arrodilló el arte y los duendes a portagayola. La magia barroca de Morante.
Gesto torero: se hizo espada el arte amorantado y riesgo y casi sangre. Hay en la mirada de Morante de la Puebla algo perdido para siempre, una mirada sobre el toro que viene del otro lado, de aquel lado triste de los divanes que visitó, del otro lado del que solo vuelven los dioses. Luce una coleta natural y un cuerpo algo dejado que recuerda a Antonio Bienvenida. Es un heredero de Sevilla sin trono, porque quizá Sevilla guarda luto por Curro y no hay príncipe que bese sus labios. Pero Morante tiene la llave del corazón de Sevilla, conoce el ritmo de su tic tac y es dueño de un formalismo único de interpretar el toreo, pespuntea cada suerte con duende único: detiene el tiempo en un toque de muleta, que es un trueno que envían sus muñecas. Esa mirada triste de ayer sobre el desierto amarillo del triunfo, roto y desgastado por la obra. Y ese remate al modo de Joselito el gallo, dibujando un acordeón rojo que sube por la espalda, lleva a la locura. Y esa gota de sudor gruesa y salada que ayer descendía por la sien del torero, era una lágrima por el desamor de Sevilla. Una lágrima despistada por la duna de la sien, porque los dioses no lloran como nosotros.

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