21 abril, 2007

Leyendas

Jamás olvidaré la mañana del 17 de abril. En casa de Pepe Luis nos sentamos Emilio Muñoz, Joaquín Almero y yo. De Pepe Luis Vázquez, por si algún ágrafo de la historia de la tauromaquia se pierde. El maestro está ciego -la cornada de Santander pasó su factura-, pero sigue viendo el toreo como nadie. Nos sorprende su memoria, probablemente remasterizada en su soledad y en sus silencios. Habla del pasado con un sentido del humor envidiable. Recuerda que en su barrio de San Bernardo se hallaba la casa de Cúchares, que siempre se despedía de su mujer, cuando se iba a torear, con un hasta luego, «porque yo soy de los que vuelvo», advertía. Y también estaba el matadero en el que aprendió a torear con reses de media sangre, de medio pelo, donde debería haber acabado ayer la corrida infumable de Cebada Gago. En la mañana, Pepe Luis se distrajo mucho por México, con El Calesero, Silverio, Cantinflas -qué genio-, toreros que Almero le traía a la boca a punta de capote desde su tierra adoptiva, la tierra del picador Zacatecas, al que el Sócrates de San Bernardo le hizo un quite prodigioso: «Maestro, le debo a usted la vida». «La vida se la debe usted a Dios, a mí lo que me debe es el capote que ha rajado el toro». Y se reía Pepe Luis como si lo tuviera ante sus ojos, como si ayer fuera hoy y bajo su balcón del hotel Puerto Bahía se recrease todavía un Emilio Muñoz de doce años, desnudo en la playa de Valdelagrana con el bañador y los avíos: «¿Quién es ese chico?», preguntó en la recepción. «El hijo del Nazareno», le contestaron. Y tras hablarnos de Belmonte, Chicuelo y Marcial, por este orden, y partiendo desde el criterio del arte a la admiración por la técnica, progresivamente, le dijo al trianero en la despedida: «Tú eres de los míos, Emilio». De repente, bajo el mítico toro disecado de Castillo de Higares de Madrid, la historia se elevaba sobre la figura de un hombre sencillo que, por si los desmemoriados del arte prefieren, las cifras, digo, salió dieciséis veces a hombros en la Maestranza, toreó cerca de cincuenta tardes en Las Ventas, otras tantas en Barcelona, y ahora todavía habla de sí mismo con la misma naturalidad con la que mecía el capote a pies juntos, con idéntica sencillez con la que desplegaba el «cartucho de pescao», con la genuina humildad de los genios.

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