Fiesta
Me asomo poco a este balcón. Pero si me asomo, lo hago toreramente y andando. Y salgo, así como salía Manolo Montoliú. Tengo un capote rosa y casi cuarentón. Vital y Rosa. Más te vi como en un abrazo tras la llama dulce de los postres. Una aparición que me cortó el aire. Como si hubieras aparecido a través de la puritita llama. Tuve mi voz mexicana, no pocos abrazos, una infantería de cohíbas tumbados, los hilos de tu amor y un capote con el que descumplir años a la verónica, así como ”Chenel descumplía años por naturales”. Como “el arte es un juguete y lo demás no importa”, la fiesta de verdad fue en Fort Apache, no ya por las dos pantallas ProAc sonando como dos gargantas claras de madera, sino por los martinis secos como un cáliz de noviembre, por el olor a mar; más: porque de ese lucernario sale la jodida luz de Cádiz, y en sus sofás puedes estirar el brazo como Don Draper y fugarte del murmullo de la crisis y tocar otro cielo que no es este de noviembre, gris y sin hierba bajo el que tú y yo nos cruzamos como dos estrellas del runner rockandroll en el agujero negro de la noche. Este cielo tan nublado y ojeroso ocultando bajo sus mangas los filos de la luna, la silueta negra de mi perro, el porvenir. Pero el gris por más que como tú decías: no hay un cielo más gris, no puede con el fuego, ni con los vuelos tan de rosa de mi capote nuevo. Capote tatuado sobre fondo amarillo: las letras de esta balada tan de purísima y oro.
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