28 diciembre, 2006

Guirnaldas

Disfruto del iPod blanco, blanco y plata de alternativa, una sábana santa para el espíritu. Estudio en un rincón de la cocina, mirando a la fábrica New Jersey con grandes depósitos de estaño. Como mi abuelo pasaba las hojas de sus libros muy temprano, al calor de un café con leche bien migado. Una bola oscura late y respira apoyada en el estribo almohadillado de mis zapatillas. Camarón, el perritoro flamenco, va barbeando cada rincón de la casa, embiste bravo a la propuesta de cada caricia y ya disfruta en collera de la explanada verde, al son de una voz dulce que le salva cada día de los formalismos del despido más que procedente. Durante estos días, unas cuantas guirnaldas lucen en el ventanal y hacen del salón un puticlub con mucho estilo. Durante estos días las sobremesas se alargan con la familia arropada, como arropada por el cariño subía la cuesta de San Benito, una familia entera, desarmada y a pecho descubierto, por la misma acera que toma siempre la buena gente, por la misma que subía mi abuela con los billetes arrugados y las escamas dejando como migas de pan el camino de regreso. Aquellos billetes huérfanos de fortuna, que al día siguiente bajaban planchados y almidonados por mi abuelo, que no llegó a entender que el dinero era más que una moneda de cambio.


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