13 junio, 2007

Piedras

Me llegan ecos de que Truman Capote navegará el río Colorado buscando la leyenda de John Wayne. Veo mejor el brillo de las piedras rojas en el camino, Jaime y yo tuvimos una piedra azul entre las manos, paseando entre las conversaciones de un bar que limita al norte con la alameda y al sur con el ruido. Regalo piedras azules, rojas y amarillas y mi corazón hecho palabras y abecedario. En mi memoria hay una geisha con un batín mao o indio, blanco muy blanco y tan transparente que si me asomo veo tu miedo y tus sueños, tu cariño que se desliza como luces de agua por la seda que baja hasta tus pies.
Regalo Historias de Londres, que bien podría ser el mapa para huir contigo, el salvoconducto para nadar el Támesis como entonces, besar las calles mojadas por la lluvia de Londres que es otra lluvia. Volver y volver a dar vueltas al ruedo a Convent Garden, volar allí como en una noria lenta que al bajar deja un sabor de feria, de algodón dulce en la boca. Atracar la ciudad beso a beso después de salir por la boca de metro de Bank. Y ver caer las hojas, volver por mis huellas a Regents Park donde estoy casi seguro que fabrican el verde que maquilla como una sombra de ojos la esperanza.

Veo también el brillo de las piedras amarillas del albero de Las Ventas de Madrid que bailan flamenco por que vuelva Morante. Porque siguen volando los sombreros que repartían el otro día a la salida del metro de Ventas, el día que Morante toreó, vestido de grana y oro dejando la enfermería vencida, cosida la frente con hilo de seda. El mismo hilo que bordó, cinco, siete, diez o mil verónicas, lentas, mimadas, con rumbo. Y esa media grande que levantó una brisa torera que quema, que abrasa la afición, que hacía entrar en el sueño de una siesta dulce. La fiesta de ver a Morante resucitar la silueta graciosa y torera de Antonio Bienvenida. Y ver la sombra dandy de Angel Luís en el número 26 del 8 aplaudir cómo Morante se iba al toro en banderillas: dejándose ver, danzando, clavando arriba, saliendo andando. La plaza en pié. Y luego aquel toreo a dos manos y la izquierda que dispara el corazón y el kikirikí que fue el dibujo lento de un zigzag en el aire. Y el gesto, ese gesto de Morante, la intención de deshacer como hielo el arte, de quedar exhausto. Borda el toreo Morante, arrasa como un fuego la modorra de los pegapases, torea con un encaje que se cose a la memoria y te deja cuando menos lo esperas un puñado de piedras brillantes, azules, rojas y amarillas en la palma de la mano. Y como hecho de menos una tarde de toros así contigo, y ya ves que te costaría volver como Antoñete en el 81, aunque fuera por un rato.

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