05 mayo, 2010

Fiebre

La primavera -esta primavera- es un trasunto del invierno, la presencia en el viento de la nieve y su blancura. Vemos -como aquellos franceses- que no hay arena de playa debajo de las aceras. Despierto a la fiebre en una madrugada silente: duermen los objetos y este perro me mira en mitad de las calles de la noche. La fiebre tiene su patología para el cuerpo y por eso hay paisajes que se ven con una luz veraniega sin ginebra: si pienso en ti, te llevo a mi mundo de fiebre y sueño, puedo sentir el tacto de tus manos, los verbos que conjugan las caricias, el tiempo transcurrido del beso en el cielo más puro de la frente, el nudo tan bien hecho de tu abrazo. En el mundo sin fiebre me gustaría llegar hasta la frente de este perro y a la prueba de su abrazo. Pero el mundo sin fiebre está hecho de razón y día. Por eso solamente nos damos la mano. En la penumbra un hombre y un perro se dan la mano y si es un perro nublado y Camarón no deja de ser un logro de paz y acuerdo. A través de la ventana vemos juntos la tinta silenciosa de la primera luz y sus contornos, las copas altas de este bosque de chopos donde descansará el día y su claridad. En un rato, sonará la música de las máquinas de café, cruzaré las habitaciones de mayo con ese impreciso afán de fiebre por estar contigo, por empezar de nuevo. Por ser tu compañía hasta los días sin fiebre del verano.

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