Fogonazos
Me estrello contra una fotografía.
Hubo un verano en que de noche veía brillar los alamares colgados del capó de una furgoneta. Hubo un verano en que de madrugada desvirgamos las carreteras vacías de media España, abriendo las costuras del mapa al paso de un 505, sonando en el cassete el canto de un ejército de grillos, entrando por las ventanillas el aire caliente de agosto, la luz de luna; el sueño vigilado por las nanas de un motor. En los atardeceres de un verano, veía segar la sangre que se pegaba al rosa chicle de los capotes, aprendí a doblar muletas, a distinguir la palidez del miedo en un patio de cuadrillas; a doblar estoques, hasta dibujar la forma del último cuarto menguante de la luna de estaño y acero, que atraviesa el costado negro de la piel de toro.
Hubo un verano en que de noche veía brillar los alamares colgados del capó de una furgoneta. Hubo un verano en que de madrugada desvirgamos las carreteras vacías de media España, abriendo las costuras del mapa al paso de un 505, sonando en el cassete el canto de un ejército de grillos, entrando por las ventanillas el aire caliente de agosto, la luz de luna; el sueño vigilado por las nanas de un motor. En los atardeceres de un verano, veía segar la sangre que se pegaba al rosa chicle de los capotes, aprendí a doblar muletas, a distinguir la palidez del miedo en un patio de cuadrillas; a doblar estoques, hasta dibujar la forma del último cuarto menguante de la luna de estaño y acero, que atraviesa el costado negro de la piel de toro.
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