09 febrero, 2006

Trajes a Medida


Mi abuelo era sastre. Dibujaba solapas con tiza. Sus manos eran enormes. Blancas y huesudas. Artríticas. Sus uñas tenían delicadeza y curvas de mujer. Su letra parecía haber pasado por horas de manicura. Sus manos acabaron casi como las de Bebo Valdés, sólo que mi abuelo Enrique tecleó las partituras de miles y miles de pespuntes. Era miope y más que sastre siempre me pareció un viejo diplomático. Lo adoraba. Mi abuelo se pasaba por el alma tres periódicos diarios. En una cocina pequeña, fría y austera, leía muy de madrugada antes de ir a trabajar de sol a sol, las sombras grises de las telas. Tenía pasión por los libros, quizá porque en los libros llegaba a estaciones donde la vida nunca le dejó apearse. La guerra le partió la vida y se la dejó esparcida entre la estepa de Guadalajara. Escondió en el frente cadáveres y efectos personales, hasta enviarlos a sus familias. No disparó un tiro que no fuera al aire. Su fusil en la guerra fue una máquina de escribir llena de caries y tinta de sangre. En su época no había Ipod, pero en su memoria de miles de gigas volaban coplas y sinfonías y zarzuelas y arias, que silvaba a los cuatro vientos tan bien como la filarmónica de Londres. Entre otras muchas cosas el sastre nos dejó a mi padre y a mí una herencia en blanco y negro, en tapas duras con olor a tabaco negro. Un transistor encendido junto al corazón, que cada hora nos da el parte. Nos enseñó que la literatura es fuego, que con un libro no te sientes sólo, que los períodicos se doblan conformando un rectángulo perfecto y que uno puede atusarse el pelo reflejado en el empeine charol de sus zapatos impolutos. Compartí con él cama, horas de radio bajo la luna y paseos sin tiempo ni prisa. Gracias a él adivino el corte de un buen traje a medida y me imanta la innata elegancia que algunas personas transmiten. Por él me pesa la mano izquierda para siempre y no se pasear más que a su paso más que ligero. Por él llevo tatuado su nombre en un carné rojo pasión, con un puño y una rosa, que no pudo empuñar cuando quiso. Nunca perdió la capacidad de sorpresa, la inocencia, ni la mala hostia. Sufrió una enfermedad a la medida de su capacidad para ilusionarse. Enfermo, le llevamos a dar un paseo en el auto hasta el Pinar de Antequera. Al llegar, sus ojos enfermos vieron por primera vez un vergel verde. Inmenso a un lado y otro de la carretera. Fue un viaje a cinco minutos de casa, pero que su mente vivió como si su memoria viajara sumergida en las aguas bravas de un agujero negro, libre de paisajes, de recuerdos, de miedos y de esperanzas, un lugar donde no cabía la muerte ni la vida: sólo una un manto verde e infinito. Lo último que me dio fue un libro verde de tapas duras, unos días antes de irse para siempre. Hoy al comprar Llámame Broocklyn, me he acordado de él. A veces me quedo mirando su retrato, hipnótico, rezando una letanía de preguntas a un lienzo en color, que ha vencido al mármol blanco de la muerte.

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