Anexo 3, las horas del pozo
Hay un ventanal en el pozo moqueta, lo maquilla un telón color crema por el que la luz pasa a capricho. A media mañana, a veces un rayo de luz distraído entre nubes, se desliza por la pendiente de un tejado, a quemarropa dispara la luz contra el vidrio; la luz juega con el brillo de la pantalla, iluminando el blanco de los folios, saltando entre los dedos que pulsan un piano sin pedales. Hay un rumor de pasos suaves o apresurados, sonidos de teléfono, gente que pregunta quién llama, voces que marcan el ritmo de los procedimientos ejecutivos. Sopla la música áspera de una impresora que da las horas como un reloj de pared, el tiempo que resta para dejar sola la lona, para desanudar los guantes y lanzar unos cuantos Yap al viento. Saltar las tres cuerdas del ring que linda con las aceras: llegar hasta la calle, un sendero donde mezclarse con el tráfico, el asfalto, el blanco de los taxis, la lluvia que llega del otro lado del río, que propone mojarte, si te atreves a cruzar cualquiera de los puentes.
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