El día Revelado
Desperté con el día azul y despeinado. Desayuné y tres lágrimas impares me pedían un abrazo. Comimos en familia, es decir con amigos, comimos pasta y todo tenía un aire de domingo con un reloj estrenado que lucía Tony Soprano. Los niños contaban chistes y se colaban por debajo de la mesa. Apareció la sonrisa de Irene entre mis rodillas, la misma sonrisa que en nada descerrajará corazones. La lluvia asalta un día azul, suave como de primavera y me estropea tres kilómetros de carrera con música y yonki con la piscina cerrada bajo por la pradera verde manzana cuajada de una lluvia de flores blancas: hay esparcido un periódico, un libro y media cama sola. Me balancea la música de Madeleine Peiroux, una voz como de Billie Holiday, un jazz cadencioso y desganado que amuebla la tarde. Madeleine cantaba por garitos de París, hasta que de su primer disco vendió 200.000 copias. Después de unos cuantos conciertos desapareció como José Tomás sin dejar rastro y quizá como él tiñéndose el pelo de azul.
El sonido de los mensajes es una gota de agua que cae al vacío en el silencio de la noche. Como una gota de agua que resbala por el corazón. Leo los Doce Cuentos Peregrinos de García Márquez, el escritor de cabecera de Joselito, hasta que una tarde en los noventa compartieron cena después de que el torero fuera paseado en hombros hasta la calle de Alcalá, mezclada la silueta del vestido de luces con el tráfico de hojalata y gas de Madrid. En la cena y en su sobremesa el matador no escuchó poesía: sólo sobrevolaron billetes, dólares, joyas y bisutería de inversiones. Dinero. El torero defraudado por el ídolo que funde lingotes de oro con el cartón de la pasta dura.
Caída la tarde, paro en la estación de una fotografía en color. Una metamorfosis desde el baño de agua bendita del revelado y la luz roja, hasta el brillo digital; el momento en que poco a poco se aparece la imagen como un fantasma, tu silueta y la mía, mi sonrisa y tu abrazo partido en el callejón blanco de una plaza de toros vacía, salvados de la guillotina del olvido por la fotografía. Un manojo de pétalos y recuerdos en el papel húmedo que emborrachan mi sonrisa con una brisa intensa de Loewe.
El sonido de los mensajes es una gota de agua que cae al vacío en el silencio de la noche. Como una gota de agua que resbala por el corazón. Leo los Doce Cuentos Peregrinos de García Márquez, el escritor de cabecera de Joselito, hasta que una tarde en los noventa compartieron cena después de que el torero fuera paseado en hombros hasta la calle de Alcalá, mezclada la silueta del vestido de luces con el tráfico de hojalata y gas de Madrid. En la cena y en su sobremesa el matador no escuchó poesía: sólo sobrevolaron billetes, dólares, joyas y bisutería de inversiones. Dinero. El torero defraudado por el ídolo que funde lingotes de oro con el cartón de la pasta dura.
Caída la tarde, paro en la estación de una fotografía en color. Una metamorfosis desde el baño de agua bendita del revelado y la luz roja, hasta el brillo digital; el momento en que poco a poco se aparece la imagen como un fantasma, tu silueta y la mía, mi sonrisa y tu abrazo partido en el callejón blanco de una plaza de toros vacía, salvados de la guillotina del olvido por la fotografía. Un manojo de pétalos y recuerdos en el papel húmedo que emborrachan mi sonrisa con una brisa intensa de Loewe.
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