21 agosto, 2009

Islas

Como un barco blanco que atraviesa la lluvia y la noche del verano torero. Sigo un faro de luces rojas que frenan y tintinean como un guiño. Viaja en volandas de la noche un coche de toreros blanco nácar y en el duermen capotes y muletas, hombres con cicatrices, estampas a oscuras, velas apagadas, estoques callados, banderillas de miedo. Duermevela de luces. Yo sigo este coche de toreros sin botijo, dejando tras de mí el fielato de Bilbao, arena negra de insomnio, recuerdos contigo en aquella puerta grande ochentera tardía, beso agradecido e inesperado, que fue tan tuyo. El hilo que deja una furgoneta blanca en la noche de verano de Heminway, dice sígueme, olvida quién eres, sigue este liguero de pasión y capotes, arrasa el mapa buscando faenas donde morir una rato y despertar.
Regreso de isla en isla. Sol y porciones de tierra rodeadas de agua. La hoguera del calor, el agua donde se quema y ahoga el invierno. Geografía leal donde no llegan órdenes de captura, donde la obligación es el sol, el rumor del agua, el tacto de los libros y sus historias como túneles de tierra. El camino sólo es de arena fina blanca, el invierno es impensable en aquel desierto de agua azul turquesa. Huir de isla en isla, porque el capote rosa de Morante es otra Isla de agua mecida y arte puro. La cita con Morante es una cita con el borde morado del misterio, por eso en la puerta de madera de Vistaalegre, Plaza de Toros 1962, pasa debajo de una fecha un torero que deja electricidad y torería, aura de misterio. Virus emocionante para nuestras venas. Manos pálidas que acarician hojas de tabaco entre toro y toro, juegan con el humo negro del misterio entrevelando la pasión que vendrá, la seda a la verónica que campará por el tercio. Nuestro sueño despertado por la obscenidad de la falta de casta y toro, hace que el deseo se hiciera demasiado pronto nostalgia. Al caer la tarde, el cielo de Bilbao enfermo de tormenta, con nubes y montes verdes el cielo, también en esta plaza vivida contigo te echo de menos, veo con tus ojos esta muleta morantina que pone pasión a un toro enfermo y todo es lo que parece: un torero que deshace el hielo del verano, que podría parar el calor, asumirlo en sus muñecas, y el calor pasar a ser franela roja templadísima. Pero el toro moderno y repetido lo impide, nos estafa, no está a la altura de esta etapa flamenca de Morante. Quién perdió la casta, el empuje, las ganas de embestir, de continuar, de galopar como el viento detrás de las velas rojas y amarillas de la muleta. Pero la pasión no sabe detenerse, flota en el agua. Por eso seguimos. Se deshacen en lluvia enfados y estafas y por eso volvemos conformados con un lance a la memoria, siempre con esa pasión de los veranos por tocar el mar, tarareando ya nuestra canción: balada de Morante de La Puebla, buscando el número primo que hile con el 21. Así vuelvo a casa, habiéndome despedido de un hombre con guayabera blanca y mirada azul sobre las cosas, dejando el faro de un coche de toreros blanco que se aleja camino de otro amanecer. Un faro que nos llevará hasta otra isla de albero.

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