28 febrero, 2006

New Jersey

Una entrada sin brillo. Regreso buscando cruzar el río, buscando el costado del parque donde planté una parte de mi infancia. Desde el gran ventanal del nuevo 31 -del pisito pret a porter Ikea-, se perfila un felpudo verde, unos cuantos chopos crecidos y desnudos; si miras más allá, te asomas a un paisaje que huele un segundo a New Jersey: aparece una fábrica grande, varios depósitos plateados, chimeneas, extractores de humo que vomitan un sigiloso silbido, un rumor perceptible, sobre un río de chapa blanca. El paisaje desde el ventanal tiene un aire industrial, una confusión tapiada entre lo civil y lo industrial. Parece como si Tony Soprano fuera a aparecer al otro lado de la tapia, con su todo terreno, codo en la ventanilla y puro en ristre. Vamos midiendo, pensando, decorando y ocupando, gastando y presupuestando después. Me temo que este verano nos esperan vacaciones pagadas, de ida y vuelta en la Leyenda del Pisuerga. Dos tipos sacados del Milagro de Petinto, trajeron una mesa color chocolate. Enanos, morenos, gemelos, calvos y redondos desenfundaron dos pistolones y empezaron a atornillar en metralleta. Uno de ellos, tornilleaba con media sonrisa tolai, al percatarse de una fotografía que me trajeron hace días de París. En la fotografía aparece un torero de espaldas, descuidada la postura y con la costura de la taleguilla que divide simétricamente las dos nalgas, rasgada. Es Antoñete. Vaya tela. El culo del maestro.

22 febrero, 2006

Sueño

Busco una calle para sentarnos sin frío. Busco una cuesta arriba que no te canse, que no te pueda; y si se cansan tus bronquios, te llevo en mi mano. Busco tu voz ronca de dormirte tarde, tu tos de humo y de fríos, tu voz de güisqui interrumpida por la tos de la madrugada trasnochada. Busco el crujir de tus huellas en la tarima de este piso vacío. Busco en un folio en blanco, la letra azul rasgada por tu estilográfica. Busco el olor de tu corbata y de tu cuello recién perfumado. Busco tu voz grave, y tu mirada que me llama, y al acudir se esconde.

20 febrero, 2006

GotasDeAgua

La noche es un carnicero con mandil negro y estrellado, que corta en tacos las dudas que impiden el fácil discurrir del sueño. El sueño limpio, tranquilo, sin frenadas bruscas que anteceden un atropello mortal. La radio me acompaña. Esta noche en el programa Los Toros, José Ortega Cano araña las ondas desde Houston. Ortega se ve como cuando vio su pecho rasgado de arriba abajo en Zaragoza: pasó un mes envuelto en un mantón bordado con la Virgen del Pilar, abrigando el frío de la UVI. Ortega es un torero grande emborrachado de vedetismo que confunde a veces machos por volantes. En el año 85 con un toro de Benavides, vestido de rosa y oro, puso Las Ventas boca abajo, dejó de vender fruta y comenzó a mandar en el toreo un bailarín alto y enjuto, de aires flamencos, que conjugó las muñecas como nadie en el toreo a la verónica y al natural.
La radio me acompaña en la noche, a veces no programo el sleep y dejo correr las voces en la noche, como si olvidara cerrar un grifo. El grifo goteando un hilo de voz triste. A veces las gotas de unas voces interrumpen el sueño y una historia desordenada me acuna hasta que vuelvo por los fueros inescrutables de Freud, tranquilo y custodiado por el hilo de agua que cae en cascada por la frecuencia modulada mí radio.

19 febrero, 2006

ElOtroFútbol

Raúl vuelve a la liga. Salta del banquillo en el segundo tiempo. Raúl mira al cielo, como si la vida se fuera a acabar en el siguiente fuera de juego, confunde la raya de la banda con la segunda raya de cal del tercio, el césped con el albero. Raúl te reconcilia con el fútbol, suda en blanco y es un rico honrado. Adoro el fútbol o más bien El otro Fútbol: como el título del espléndido libro de Miguel Delibes. Disfruté del fútbol hasta los veinte años. Acabé vistiendo un ratillo la camiseta del equipo de mi ciudad, que es lo más a lo que pude aspirar. El fútbol me enseñó a creer más en mí. Me enseñó disciplina, me introdujo el valor del deporte para siempre y el valor que adquiere el gol compartido. Siempre llevé conmigo el peso de un cuerpecillo insuficiente al lado de las bestias musculosas que se pesaban cada entreno en el vestuario del José Zorrilla: "¿César?, 79 míster, ¿de la Cal?, 80 míster, ¿Hoyos?, 74 míster, ¿Reque?, 56 por España". Tengo muchos recuerdos: las tardes noches de entrenamientos bajo una luna siberiana, los cordones de las botas helados, mojados, embarrados, embadurnados de polvo. Los madrugones. La primera vez que vi mi ropa doblada por Flanagan –el utillero-, colocada en el banco antes de que yo llegara, con las botas engrasadas y limpias. La primera vez que pisé un campo de césped y la primera vez que oí que podría ir reclutado a un torneo juvenil donde participaba el Barcelona. De todo podría prescindir menos de una imagen: un hombre grande envuelto en un abrigo, dentro de un Peugeot 505, empañando mis zancadas con caladas nerviosas de Winston americano.

14 febrero, 2006

Por lo demás

Llevo un metro extensible, amarillo y metálico ya como parte del cuerpo. Mido huecos, columnas, alturas y techos: “por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura”. Despierto exhausto de un sueño en medio de una marabunta de obreros sin mono azul, dentro de una nave inmensa que navega por el mar europeo, uniformado, en cuyo mástil reza Ikea. Me tiembla el pulso al hacer los presupuestos generales del estado civil casi compartido. Escatimo lo justo porque luego llegan seis células, confabulan se revolucionan como Jacobinos en el flujo sanguíneo, mutan y muerden hasta comerte medio hígado o cuarto y mitad de pulmones. Como a Carlos. Carlos atleta y todo salud lucha ahora no contra el crono sino contra la tarjeta de visita que deja la enfermedad en la mesa aglomerada, blanca y gélida, de la consulta de un galeno. Presentándose: aquí estoy negra y azabache, para complicarle a usté la vida y estamparle en la mirada un sello con fecha a la vista. Viajaremos a Pamplona, porque la amistad sólo se prueba en los momentos en que uno siente que se le clavan astas astifinas en las palmas del futuro. Lo sé porque ya estoy calado hasta la cepa. Viajaremos para animar, para hacer piña, para acariciar con palabras, para acompañar, para que la parca nos dique y se acojone, viendo que somos más de uno y de dos y de una docena y huya hacia otro cuerpo, a poder ser celeste. Por lo demás espero cita en el Deutche Bank, con un tipo con clase que tiene hasta la picha tatuada de Hermés. Por lo demás las medallas de la ilusión tintinean en el pecho, como las estampas colgadas al vacío del pecho de un torero. Por lo demás el cielo está azul, la piscina limpia, hay nuevas entradas en el blog de los amigos, los árboles gritan primavera y la mirada de Itziar parpadea y lagrimea sin saberlo, deseando sus ojos perder la virginidad con el plasma.

13 febrero, 2006

Reflexiones

I.- Enrique Múgica es judío y gran aficionado a los toros. Los veía sentados, San Isidro a San Isidro, en un abono del nueve junto a su hermano Fernando, asesinado. La memoria de los muertos es la memoria de los peces: fulmina al entornar los párpados. ¿ Qué pasaría si los gusanos de los casi mil muertos cerraran las heridas de la nuca y dieran un pase per nocta, para que también los muertos se sentaran a negociar con los cristaleros ?. La ley debe ser titanio. Nunca olvido las palabras de Enrique Múgica, tras el asesinato de su hermano: “Ni olvido, ni perdono”.

II.- El beneficio del Banco de Santander asciende en 2005 a 6.220 millones de euros. Más que el coste de la nueva Termimal de Barajas. Un mundo entre el norte y el sur, cada vez más lejos lo uno de lo otro. Vean la sonrisa de Botín.

III.- Firmas. A las puertas de Ikea, las juventudes del P.P, solicitaban firmas por la unidad e igualdad nacional. Estos días una chica de 23 años se pasea por hospitales y ministerios solicitando firmas para la investigación de enfermedades raras, que como la suya crecen en un vacío presupuestario.

09 febrero, 2006

Trajes a Medida


Mi abuelo era sastre. Dibujaba solapas con tiza. Sus manos eran enormes. Blancas y huesudas. Artríticas. Sus uñas tenían delicadeza y curvas de mujer. Su letra parecía haber pasado por horas de manicura. Sus manos acabaron casi como las de Bebo Valdés, sólo que mi abuelo Enrique tecleó las partituras de miles y miles de pespuntes. Era miope y más que sastre siempre me pareció un viejo diplomático. Lo adoraba. Mi abuelo se pasaba por el alma tres periódicos diarios. En una cocina pequeña, fría y austera, leía muy de madrugada antes de ir a trabajar de sol a sol, las sombras grises de las telas. Tenía pasión por los libros, quizá porque en los libros llegaba a estaciones donde la vida nunca le dejó apearse. La guerra le partió la vida y se la dejó esparcida entre la estepa de Guadalajara. Escondió en el frente cadáveres y efectos personales, hasta enviarlos a sus familias. No disparó un tiro que no fuera al aire. Su fusil en la guerra fue una máquina de escribir llena de caries y tinta de sangre. En su época no había Ipod, pero en su memoria de miles de gigas volaban coplas y sinfonías y zarzuelas y arias, que silvaba a los cuatro vientos tan bien como la filarmónica de Londres. Entre otras muchas cosas el sastre nos dejó a mi padre y a mí una herencia en blanco y negro, en tapas duras con olor a tabaco negro. Un transistor encendido junto al corazón, que cada hora nos da el parte. Nos enseñó que la literatura es fuego, que con un libro no te sientes sólo, que los períodicos se doblan conformando un rectángulo perfecto y que uno puede atusarse el pelo reflejado en el empeine charol de sus zapatos impolutos. Compartí con él cama, horas de radio bajo la luna y paseos sin tiempo ni prisa. Gracias a él adivino el corte de un buen traje a medida y me imanta la innata elegancia que algunas personas transmiten. Por él me pesa la mano izquierda para siempre y no se pasear más que a su paso más que ligero. Por él llevo tatuado su nombre en un carné rojo pasión, con un puño y una rosa, que no pudo empuñar cuando quiso. Nunca perdió la capacidad de sorpresa, la inocencia, ni la mala hostia. Sufrió una enfermedad a la medida de su capacidad para ilusionarse. Enfermo, le llevamos a dar un paseo en el auto hasta el Pinar de Antequera. Al llegar, sus ojos enfermos vieron por primera vez un vergel verde. Inmenso a un lado y otro de la carretera. Fue un viaje a cinco minutos de casa, pero que su mente vivió como si su memoria viajara sumergida en las aguas bravas de un agujero negro, libre de paisajes, de recuerdos, de miedos y de esperanzas, un lugar donde no cabía la muerte ni la vida: sólo una un manto verde e infinito. Lo último que me dio fue un libro verde de tapas duras, unos días antes de irse para siempre. Hoy al comprar Llámame Broocklyn, me he acordado de él. A veces me quedo mirando su retrato, hipnótico, rezando una letanía de preguntas a un lienzo en color, que ha vencido al mármol blanco de la muerte.

07 febrero, 2006

Escenas

La mesa tambalea este sirimiri de palabras. Gime y tiembla porque Zarita se está trajinando la pata delantera izquierda. Zarita en celo daría su reino por un polvo de carne y hueso. Es tarde. Esta noche he visto como se acuesta a dos niños. Como una familia acaba el día y como la niña de ojos de luna llena y cuajada confunde mi nombre, me enseña una rana con alas y me da un beso que sabe a dulce de membrillo .
La gente anda revuelta. Los truenos de las páginas de sucesos se hacen tormenta, hasta mojar las aceras, hasta nublar la vista y encender la caldera de la mala hostia al rojo vivo. El sábado un sesentón al que Itziar adelantó a paso ligero en una acera cualquiera, no acabó de ver clara la maniobra del adelantamiento. En vista de lo cual decidió en plan Arteche, regalarle una zancadilla a la altura de la rodilla al tiempo que se cagaba en sus muertos. Pena de no tener a mano el móvil de Paulie Walnuts.
Hoy, día lleno de febrero, un pobre hombre ha regresado a casa en chanclas modelo Jesucristo. Dejó sus zapatos debajo del banco azulón del vestuario del gimnasio y a la vuelta de la tabla de gimnasia suiza, no ha encontrado ni los cordones. El hombre no acababa de creerlo. Mientras, un viejo en pelotas destapaba un tarro de Nieva. Se embadurna el cuerpo entero mientras el otro tipo se daba el piro jurando en hebreo y sin cordones. Se encalaba con calma. Hasta algo que parecía una picha recibe el ungüento. La gente se cuida. Hasta los impedidos se cuidan. Un hombre con las piernas como curvas de mujer, accede con bastón y albornoz a la piscina, con un bañador en el que caben tres paquetes. Intenta ensayar algo parecido a la natación a la vez que monta un tsunami de cojones en toda la piscina. Mientras, yo durante mil metros me olvido del mundo que existe en la superficie y por si las dudas no aguantan las altas temperaturas me doy un homenaje a 75 grados centígrados, con la compañía de la chica que domina las cuatro esquinas de la mesa de billar y que hace de los tapetes donden ruedan las bolas, un colchón para el desenfreno. Más tarde a la salida del centro de ingles brasileñas, un conductor de ambulancia empitona a un taxista, mientras en mitad de la vía, una vieja tumbada en una camilla filma la escena con sus propios ojos.

04 febrero, 2006

Carambola

Faena breve. Deshojo una margarita con hojas de cristal afilado. Me pesan las rodillas cargadas hasta el rotuliano de nieblas y fríos. Escruto los árboles, por si un niño prodigio ha decidido escupir los primeros tallos y adelantar mi primavera. Leo. Descanso y tiro el tiempo por el desagüe de la tarde, una tarde apagada de un azul blanco que mete miedo. Sin farolas encendidas. En estas que me giro y miro de reojo la biblioteca: carambola a tres bandas para suerte de Julio, que ya tiene unas 150 páginas más que timbrar en su memoria, sin tener que recurrir a un tipo de Alcobendas, que tenía un ejemplar vivo de 1980. Lo guardaré como oro en paño. Hasta el próximo encuentro.

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