31 marzo, 2009

Obituario por un bar que muere joven

Perder un bar es perder un consuelo. Un refugio de hielo. Una farmacia solo de ginebra. Hay bares que mueren viejos como un vagón de metro grafiteado en una vía muerta a cielo abierto y azul, las ventanas apedreadas. Hay persianas grafiteadas también que ponen el The End como una tumba. Hay bares cerrados con bastón, barras arrugadas pasada de siglo, polvo en los espejos, taburetes boca abajo. Neones fundidos. En cambio hay bares que se eclipsan y mueren jóvenes con el brillo del carmín apagado y la dentadura blanca,  restos de gelatina de ginebra en el mármol de su barra. Los bares como el Harlem, dejan botellas de Malta por abrir, humo que flota aún como nubes de gas en su techo lloroso, el ruido de la música que acaba por conquistar y dormir en las esquinas, olor a café a media tarde que gira como giran las palabras al ritmo del ruido de la cucharilla de plata y confidencia. Debe tener el Harlem una memoria de besos y abrazos nuestros, posters que lloran, una mortaja de música de la buena, unos cuantos retratos huérfanos de Miles Davis que acabarán en una caja de cartón, muchas promesas incumplidas, cigarros a medio acabar; y millones de mentiras como píldoras de fresa que se dicen en la noche, algunas para cruzar esa línea enemiga de fuego y amor. Y deseo y piel: ese salvoconducto que da el bar directo a un viaje en un coche parado: el mundo oscuro y dulce. Al final el Harlem era también un faro y un refugio de marineros y jugadores solitarios que fueron perdiendo por apostar siempre al rojo par, una inercia, un amigo que no hace preguntas, un recodo que te acoge y echa una manta por encima de los hombros para embozar el frío. Un consuelo que te sirve un te caliente o bate una ginebra blanca que llegada a la vena provoca el olvido. Nunca me emborraché en el Harlem. Además de otras cosas fue una escuela de música y abrazos: descubrir a mediodía la tauromaquia clásica de John Coltrane, mezclada con ruido de la calle, el ingenio de Leo (alma del bar), el tráfico que pasa por la senda de su puerta, el olor del cafe recién hecho, mujeres acodadas en la barra sin barro en el tacón ni ojeras malvas, tus besos primeros, la voz de mi padre, lo exámenes a los que siempre llegué tarde y un tipo con brazos de marinero que hacía el mejor te helado con limón de todos los tiempos. Descanse en paz.

27 marzo, 2009

Soneto de La Alhambra


Pareciera que La Alhambra no nace de la mano del hombre, sino que surge de la propia colina que la asienta. Desde La Alhambra dominas el mundo, todos los soles caben y descansan en sus patios. El ruido y el fluir de agua que corre por sus azulejos, que nada por las barandillas de su escalinata. La Alhambra es la geometría de la belleza, el tiempo quieto y Granada y el Albaicín un amante que espera subir el trecho de una colina inexplorada que está a la distancia de un beso. El Albaicín es un amor que espera, que late y resiste, que calla, que aguanta y que sueña. Duerme El Albaicín enamorado y conformado con la caricia de su vista en el atardecer: sombra, silueta, dibujo y sueño. A lo mejor el amor cruza las tormentas azules del tiempo si esperas, si tiene cada día un amanecer desde San Nicolás y una Alhambra de ojos hinchados. Te doy las gracias por las entradas que llevaban en la solapa un atardecer en La Alhambra, la vista de la espalda violeta y desnuda de Granada, por compartir la última luna llena de los 35 y el primer sol brillante de los 36 rompiendo la nieve conmigo. Y por la conquista del Diamante II que gracias a Leo Harlem, Príncipe Nazarí, comenzamos la reconquista que siempre esperó Boabdil: aquel Rey para siempre triste por perder el paraíso terrenal.

10 marzo, 2009

Hotel Astoria

Estos días de sol tienen un sonido crujiente sobre el invierno. Queda atrás la bisutería fría de Diciembre, su metal frío, los besos helados. Camarón cumple un año, reina después de casi muerto, esquiva el garrote de la parca y gana batallas de ternura como El Cid dejando una silueta negra por la casa. El perro nublado. Este sol ilumina el camino largo del sur de tu mejilla y ese perfume dulce: sudor de rosas blancas. Entra la luz tibia del sol al ruedo de Las Ventas y resuenan murmullos de medallas en los patios de cuadrillas. Aquel marzo contigo en Fallas. Aquella bruma de tertulia torera al caer la noche del Hotel Astoria. La última vez que vi a Federico Canalejas, su baúl de historias y su ingenio, la cara comida, los terremotos de México, las borracheras en las que perdía los zapatos. Federico ya era un aficionado cansado, descreído y tierno, un hombre de vuelta que contaba el toreo con una voz graciosa y sabia. Era un desmemoriado para los aficionados nuevos: “señora es que he ido dos veces a los toros, una hoy, y otra que me llevó mi cuñado en Madrid”; si el te elegía te bordaba el libro, hacía una ruta de vino rojo por la geografía de Antoñete, hacía vivir dentro de sus muñecas, vendaval de toreo romántico. Aquella tarde que te buscaron para brindarte un toro en Fallas, aquellos días que rebosaba la vida, la risa, los naturales por el borde de tu vaso ancho de jarabe de alcohol. Aquel arroz valenciano con verduras en Casa Alejandro. Ese chico que era yo veía a toreros de cerca, tomaba apuntes, me emborrachaba con vuestro catecismo, olvidaba tú herida abierta, aquellos días la vida era el Fort Apache de Valencia, una ciudad sitiada por el ruido, la traca, mi amor por ti, un sonido de tren antiguo que escupe vapor, dolor y nostalgia. En un libro perdido encontré una servilleta de papel del Hotel Astoria, que guardaba un fandango torero escrito bajo una nube negra de habanos y estoques: todo el perfume de aquellos días contigo. La voz de Fernando por Matías Prats: todo el que dice yo soy, no tiene quien se lo diga; me doy la vuelta y me voy; ojala que lo consiga, pero en eso yo no estoy.

06 marzo, 2009

Una medalla para Morante


Releo las Memorias de Clarito y me unto la nueva edición de Belmonte de Chaves Nogales. Verónica abierta, luminosa, sol de este marzo gris reposa como lo cuento en mi colchón. Te veo ya lejos. En mis pupilas no se si veo la nieve de Granada y la madrugada a los pies de la Alambra o si veo África: playas inmensas y cielos azules. Mis pupilas son una duda de cristal, una furtiva lágrima. Y escucho la voz de Morante, la voz que cruje como su media verónica, la postura que altera todas la fichas blancas del dominó, que remueve el toreo y agita las solapas de su disfraz. La misma verdad de las muñecas de Morante canta en su garganta. La misma postura. Como Julio Valdeón en Verónica: "el valor terapeútico de la postura." Qué lean los Ministros las Memorias de Clarito, qué beban el aguardiente de la Dinastía Bienvenida. Qué lean el testamento del toreo. Qué miren hacia Belmonte. La medalla de las bellas artes es una carta devuelta desenamorada. Como quiera que se entienda el concepto del galardón, Rivera no representa el arte gracioso, excelso y divino del arte de torear. Ni su tauromaquía (compendio de vulgaridad, valor y técnica justa), ni su lado público y menos su trayectoria, engradecen el toreo, ni lo dignifican. El criterio de Tomás y de Camino, cabal. El arte es una manifestación que interpreta lo real y lo imaginario, con recursos plásticos y estéticos, con gracia elevada. No hay imaginario en Rivera. El toreo a pie es una expresión de belleza. También fuera de la plaza. Pero. Para qué engañarse, el toreo no aparece siquiera entre las bellas artes del diccionario de la Real Academia. Menos en la sensibilidad de los gobiernos, ni en su ministerio de cultura. ¿Puede haber un arte expresado pero dirigido por la Dirección General de la Policía? Hace décadas que es una carta de ajuste para la televisión pública y la literatura o el cine y los aficionados apenas tenemos estantes en las librerías. El toreo es un clavel en la solapa de unos pocos y Francia nos saca un siglo de ventaja. En España el toreo es una anarquía, una guerrilla anárquica, unos pocos enamorados y río de espectadores. Un arte desentendido y sin libreto. La voz de Tomás y de Camino y de tantos debiera estar en eso. Y por cierto quién primero habló y cargó la suerte fue Morante.

03 marzo, 2009

Vuela el sombrero de Morante

Imagino lo oscura que será la noche de Adrián Gómez, lo profundo del sueño, el cerebro canalla desobedeciendo la caricia. Todos los balcones a los que asomarse cerrados. Yo no sé si es mejor caer como Juncal: la batalla, el toro, la sangre, un traje blanco y un sombrero calado, la mortaja última del albero sevillano. La inmortalidad. La historia de Adrián como la de Robles, debe ser la insoportable levedad del ser, llorar lágrimas negras, por que el toreo es baile y caricia y sensibilidad y movimiento. No es estatua ni teatro. Adrián mirada torera sonreía el domingo, a un empacho de adrenalina, sombreros que vuelan y esperanza: ese sombrero cordobés de Morante volando el domingo como un natural con alas. Ojala llegue el sombrero de Morante hasta la ciencia y la esperanza.

Estadisticas blog