Vuelvo a este diván donde vives como un país de siempre jamás voy a perderte. Al amanecer bajando por esta cuesta de niños que delinquen, de mujeres amoratadas que trabajan un jardín, Camarón que ladra y vive, veo un cielo brillante de aluminio, nubes que solo estarán hoy. Me acomodo en la barra de un bar en el aperitivo de una conversación torera con un buen banderillero, en la que se carga la suerte con servilletas de papel. Hablamos de la nostalgia de la torería que no queda, sol de Luis Carlos Aranda por ejemplo, capote de Corbelle, la mirada íntima entre matador y peón que como amantes deben entenderse sin palabras, sin gritos desairados. Ahora que se llama a los toros a voces como un dialogo obsceno y desclasado: nada que ver con Pepe Luis que hablaba a los toros muy bajito y creaba un idioma al norte y al sur de la frontera roja de la muleta. Hemos quedado para más adelante, en el frio de ese duelo de caballeros andantes que es la tienta y en el yoga del toreo de salón.
Pensamos que también el aficionado necesita un invierno de frio para aposentar la memoria de las ferias. Sé que en la nieve del invierno serán huella de capote los lances de Morante de la Puebla y se habrá convertido en hierro forjado y seda la faena de Juli de Sevilla, y la Maestranza será una estación de primavera y el recuerdo de que fui contigo, una tarde donde no cabía nadie más. Aviones que buscaron el cielo de Barcelona y barcos que atracaron en la Monumental desde La Habana. Solo el toreo grande queda como una quemazón en la memoria y cruza el invierno y su rigor.
También en este tranquilo otoño, se aposenta en la memoria la alegría de los amigos que se casaron. Aquel paseíllo en lo alto de Asturias de un hombre feliz que saludó toreramente –así como Juncal- al respetable del templo. La noche y la nube de habanos –y un habano para Jaimearenillas sobre las dos de la madrugada-. La playa del mediodía contigo y con una mujer que leía novelas francesas. El regalo en la habitación del matador, recibiendo como Tony Soprano. También aquella boda en plena meseta emocinada, un Jaguar verde después de la fiesta, mujeres borrachas y un tipo que dice que me quiere. Tras el otoño, todo va bajando con ese ritmo de hoja apagada que planea hasta llegar a la meseta de la memoria y de la nieve del invierno: el toreo bueno, los amigos y los besos, la memoria de tus fotografías, los libros que recordamos, las playas nuevas: exilio del verano, la música que nos salva cuando llega el frío y la niebla reaparece para apagar la luz furtiva de los veranos, aquel calor del albero y los naturales.