Si hubieras visto esto conmigo. Yo que iba a ver a Morante, verde y oro, nada vestido de Morante. Coloreando, nunca vi un azul tan brillante como el de José Mari Manzanares. Tan mediterráneo y lento. Un azul que caía hasta las muñecas del torero. Una lentitud suave y acunada, una cintura azul donde el toro hundía su deseo de embestir y colmarse haciendo el avión, planeando por el aire húmedo de Sevilla. Abriéndose paso entre las flechas de la fiesta sangrienta, buscando la vida, el verde de la dehesa, los ojos del sol. Asombrando. He dejado pasar los días reposando la lluvia violenta de Sevilla, para ver el poso de agua quieta de aquel día de muerte y vida. Compartí localidad con un resistente en Barcelona, que es ahora Vichy. También, en el discurrir del tendido, V.M.B era un relámpago de belleza. Vi a Curro de lejos mirar el temple tan serio. Como recordando sus oraciones de arte y misterio, una plegaria a los pies de esta Giralda lluviosa: si yo tuviera 40 años… Y llamé a Jaime para que viera la Maestranza desde lejos. Torear tan despacio hizo desaparecer la norma y en la danza de la Maestranza nos conmovió esté príncipe dinástico, torero y joven, envidia de todos los dioses. Manzanares tiene el temple heredado en versión superada porque se pasa el toro más cerca que su padre, lo cita más de frente, es más puro y compone como Antonio Gades, con esa misma armonía de cerebro y bambú. En cada natural, en cada cambio de mano, rimaban aquellos versos de Jaime Gil de Biedma: “la vida a veces es tan breve/ y tan completa que en un minuto/-cuando me dejo y tú te dejas-/va más a prisa y dura mucho”. Una suerte vivir ese día y de todos los lugares del mundo poder estar en Sevilla.