27 septiembre, 2006
Las flores del frío
Desde la llanura inmensa que lleva a Wamba, más allá de las nubes de plomo gastado y luz de naranja, a eso de las ocho, es posible ver octubre asomarse donde parece que el mundo acaba como un gran tobogán de tierra seca, parda y triste. Octubre será una excusa para noviembre, la conquista de la escarcha en los toldos olvidados del verano, una excusa para la vuelta de las noches de nácar, para guardar los abrigos baratos de entretiempo y ver salir las flores del frío. Desplegaremos las alfombras rollizas que ahora descansan en plásticos opacos en un rincón del salón de mi madre. Es posible que el verano se quede con nosotros, lo mismo que un recuerdo. Es posible que en la cuchilla del frío repentino, sintamos la arena ardiente de la playa del verano, quizá un luminoso azul en la niebla que viene a esta ciudad destartalada, nos lleve al azul de la cala macarella, al azul del tiempo en que los amaneceres no son una humillación para mis huesos.
26 septiembre, 2006
Capote
Vi Capote y me acordé de lo que escribió Julio el 25 de Octubre de 2005:
Veo, al fin, Capote. Cómo escribir sobre la película sin hacer equilibrismos ni caer en la mera reseña. Ardua cuestión. Diré que a mí, lector voraz del autor del su obra, la película me convence, emociona y sacia, y supongo que también a quienes sólo vayan al cine buscando buen cine, sin más. El peligro de Truman Capote radica en su belleza. Ejerce suficiente fascinación como para engendrar un biopic plomizo, léase el último sobre Ray Charles, que obviaba las sombras del genio -un cazachochos reconocido, perspicaz y gélido hombre de negocios- no fuera a escapárseles el Óscar. Capote, por contra, no omite la fascinación que uno de los asesinos de Kansas ejerció sobre el escritor. Insinúa la atracción homosexual y la pespunta con agujas al rojo, a unos centímetro de la fosa. Admite que Truman, gran embaucador, jugaba con los hombres. Relata sus trucos. Pasa a limpio la inmoralidad de algunos de los trances que engendraron A Sangre fría. Bien hecho. La clave del autor de la Ciudad Bajo las Aguas se llama ambigüedad: moral y estética, incluso ética. La película cuenta como la faction fue abolida. Ahonda en las fórmulas usadas por el príncipe de la frase tóxica. Moralismos aparte, su actitud fue la única posible, al menos si tu intención pasa por supeditar la vida al arte. Los ejemplos abundan. Vélazquez era un trepa; pintó en los mismos salones donde los infantes retozaban con enanas, entre reyes hemofílicos y bufones priápicos; y gracias a esa proximidad su obra nos ofrece una amalgama de oro y semén, cielos podridos de azules, dolor, poder y gloria que duelen. Quevedo supuraba mala baba y rencor, todo un hijo de puta, sí, pero el bisturí tenía doble filo, y cuando lo aplicaba a su propio corazón estremecía al universo. Picasso tuvo rasgos sádicos, un perfil de psicópata que probaron las asiduas a su catre, pero encontró tiempo, claridad, lucidez, vocación, para consagrar el 90% del impulso homicida a la pintura, engendrando una revolución aún no superada. Truman Capote, consumido por el éxito, resucitado por una asombrosa actuación a cargo de Philip Seymour Hoffman, obsesionado con la escritura y el proceso creativo, pertenece a la misma estirpe. Capote, por lo demás, mantiene algunos rasgos distintivos, que podrían dar en calificarlo como maldito, cualidad no aplicable a todo gran creador, sino más bien a una selecta y arrebata minoría. Un momento, ¿maldito Capote? ¿Maldito el escritor más famoso de su tiempo, al que los luminosos de Times Square rendían tributo diario anunciando los días que faltaban para la publicación de A sangre fría? Creo que sí. En primer lugar, murió a los 59 años, una edad relativamente temprana para los parámetros actuales de la medicina. Su heterodoxia sexual, jamás negada, antes al contrario, ahonda en la condición marginal, peligrosa, del hombre. Fue, además, un desclasado, basura blanca de Nueva Orleans integrada en la alta sociedad de Nueva York, sin que ésta advirtiera su condición disolvente, corrosiva, luego mostrada al publicar la inacabada Plegarias atendidas. Aquel libro lo condenó al ostracismo: mostrar la cara menos amable de sus famosas amistades, las bragas de las estrellas, un catálogo de obscena ferocidad, supuso la expulsión inmediata del paraíso, destino a una muerte hiperbólica y solitaria. Su muerte en L.A., tan lejos de su amada ciudad, sin amigos, rebosando alcohol y coca, subraya otro aspecto propio del maldito, o sea, su hambre de destrucción personal. El maldito se autodestruye, pero “la autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto permite al maldito hacer su obra, casi siempre apresurada” (Umbral). Capote, que duca cabe, se destruyó mucho antes de licuarse el hígado y la napia. Su autodestrucción comienza con la amistad y la atracción, la traición y la pérdida que suponen el nucleo radical de A sangre fría. La película galopa en colores neutros y no renuncia a las resonancias fúnebres del proceso, en un ejercicio de coherencia que la realza hasta extremos dolorosos. Los espectadores abandonamos la sala identificados con un hombre capaz de volar como un águila y arrastrarse como un gusano, siempre obsesionado con la desahuciada violencia del arte verdadero, el único que importa, el mismo que me hace caminar bajo un Broadway transfigurado, poseído por fuerzas daimónicas, entre palomas húmedas y rostros devorados por una fiebre antigua, lujuriosa y mortal, fiebre de plenitud, calor, amistad, conocimiento, respeto o comprensión, fiebre de vida en un baile de muertos.
Veo, al fin, Capote. Cómo escribir sobre la película sin hacer equilibrismos ni caer en la mera reseña. Ardua cuestión. Diré que a mí, lector voraz del autor del su obra, la película me convence, emociona y sacia, y supongo que también a quienes sólo vayan al cine buscando buen cine, sin más. El peligro de Truman Capote radica en su belleza. Ejerce suficiente fascinación como para engendrar un biopic plomizo, léase el último sobre Ray Charles, que obviaba las sombras del genio -un cazachochos reconocido, perspicaz y gélido hombre de negocios- no fuera a escapárseles el Óscar. Capote, por contra, no omite la fascinación que uno de los asesinos de Kansas ejerció sobre el escritor. Insinúa la atracción homosexual y la pespunta con agujas al rojo, a unos centímetro de la fosa. Admite que Truman, gran embaucador, jugaba con los hombres. Relata sus trucos. Pasa a limpio la inmoralidad de algunos de los trances que engendraron A Sangre fría. Bien hecho. La clave del autor de la Ciudad Bajo las Aguas se llama ambigüedad: moral y estética, incluso ética. La película cuenta como la faction fue abolida. Ahonda en las fórmulas usadas por el príncipe de la frase tóxica. Moralismos aparte, su actitud fue la única posible, al menos si tu intención pasa por supeditar la vida al arte. Los ejemplos abundan. Vélazquez era un trepa; pintó en los mismos salones donde los infantes retozaban con enanas, entre reyes hemofílicos y bufones priápicos; y gracias a esa proximidad su obra nos ofrece una amalgama de oro y semén, cielos podridos de azules, dolor, poder y gloria que duelen. Quevedo supuraba mala baba y rencor, todo un hijo de puta, sí, pero el bisturí tenía doble filo, y cuando lo aplicaba a su propio corazón estremecía al universo. Picasso tuvo rasgos sádicos, un perfil de psicópata que probaron las asiduas a su catre, pero encontró tiempo, claridad, lucidez, vocación, para consagrar el 90% del impulso homicida a la pintura, engendrando una revolución aún no superada. Truman Capote, consumido por el éxito, resucitado por una asombrosa actuación a cargo de Philip Seymour Hoffman, obsesionado con la escritura y el proceso creativo, pertenece a la misma estirpe. Capote, por lo demás, mantiene algunos rasgos distintivos, que podrían dar en calificarlo como maldito, cualidad no aplicable a todo gran creador, sino más bien a una selecta y arrebata minoría. Un momento, ¿maldito Capote? ¿Maldito el escritor más famoso de su tiempo, al que los luminosos de Times Square rendían tributo diario anunciando los días que faltaban para la publicación de A sangre fría? Creo que sí. En primer lugar, murió a los 59 años, una edad relativamente temprana para los parámetros actuales de la medicina. Su heterodoxia sexual, jamás negada, antes al contrario, ahonda en la condición marginal, peligrosa, del hombre. Fue, además, un desclasado, basura blanca de Nueva Orleans integrada en la alta sociedad de Nueva York, sin que ésta advirtiera su condición disolvente, corrosiva, luego mostrada al publicar la inacabada Plegarias atendidas. Aquel libro lo condenó al ostracismo: mostrar la cara menos amable de sus famosas amistades, las bragas de las estrellas, un catálogo de obscena ferocidad, supuso la expulsión inmediata del paraíso, destino a una muerte hiperbólica y solitaria. Su muerte en L.A., tan lejos de su amada ciudad, sin amigos, rebosando alcohol y coca, subraya otro aspecto propio del maldito, o sea, su hambre de destrucción personal. El maldito se autodestruye, pero “la autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto permite al maldito hacer su obra, casi siempre apresurada” (Umbral). Capote, que duca cabe, se destruyó mucho antes de licuarse el hígado y la napia. Su autodestrucción comienza con la amistad y la atracción, la traición y la pérdida que suponen el nucleo radical de A sangre fría. La película galopa en colores neutros y no renuncia a las resonancias fúnebres del proceso, en un ejercicio de coherencia que la realza hasta extremos dolorosos. Los espectadores abandonamos la sala identificados con un hombre capaz de volar como un águila y arrastrarse como un gusano, siempre obsesionado con la desahuciada violencia del arte verdadero, el único que importa, el mismo que me hace caminar bajo un Broadway transfigurado, poseído por fuerzas daimónicas, entre palomas húmedas y rostros devorados por una fiebre antigua, lujuriosa y mortal, fiebre de plenitud, calor, amistad, conocimiento, respeto o comprensión, fiebre de vida en un baile de muertos.
Spleen de Nueva York
24 septiembre, 2006
23 septiembre, 2006
Septiembre
Cayetano corta la temporada en septiembre, una temporada entre algodones, algodones blancos que como una nube que atraviesa el sol, hace creer con tiento en el milagro. Cayetano con Curro, el Curro de Madrid, es una esperanza para pasar el invierno al son de la lumbre. Curro, la sombra iluminada, es el espejo discreto donde se miran las muñecas de Cayetano, para bambolear el capote y la trinchera como Curro Vázquez, para andar como Curro. Al final del espejismo todo deberá despacharse en Madrid, en el mismo ruedo que pisó el arte y la gracia de Curro, el mismo ruedo donde un día del Corpus, Curro se olvidó la femoral y ahogó con sangre la indiferencia del 7...Bojilla recogiendo a Curro de las garras del toro que le quiso llevar a dos metros bajo tierra, gritando hijosdelagranputa a las monjas del 7. Eran los tiempos en que yo sabía rezar de noche y pedía por Curro. Para que no perdiera la pierna con la que cargaba la suerte.
Septiembre tras San Mateo, tras la huída silente del calor hace que se desplome un silencio huérfano en las plazas de toros. Ruedos que quedaran expuestos al frío, solos, sin líneas de cal, ausentes de música, al cuidado de un tipo siniestro y de unos cuantos perros, sin naturales que hagan saltar pañuelos blancos como látigos. Después de Logroño y el trámite de Otoño en Las Ventas, vendrá de nuevo la calorina de una nueva empresa en Madrid, un hedor a política que puntúa la propuesta de espectáculo como los griegos votaban el La, la, la de Masiel, es decir sin ni puta idea de que va el tema. Entre tanto la mirada del Capitán hecho Mortensen me persigue desde entonces, un retrato en movimiento, sobrio, real, una mirada sobre la vida que pasea por mi cabeza estos días en pasillos y patios de un hospital cuajado de cipreses, en despachos de gente que escucha mis letaanías, en las espera de semáforos en rojo. Alatriste, más allá de Mortensen, es una obra discutible, estimable en algún aspecto, pero me temo que Díaz Yanes hijo de un castizo banderillero de Manolete, se ha visto desbordado por un bravo toro, porque ya saben lo que Juan Belmonte respondió a la súplica de un novillero que debutaba en Madrid. “Maestro, a ver si mañana me salen dos novillos bravos y formo el lío”. A lo que el pasmo respondió algo así como: Dios te guarde de los toros bravos.
Septiembre tras San Mateo, tras la huída silente del calor hace que se desplome un silencio huérfano en las plazas de toros. Ruedos que quedaran expuestos al frío, solos, sin líneas de cal, ausentes de música, al cuidado de un tipo siniestro y de unos cuantos perros, sin naturales que hagan saltar pañuelos blancos como látigos. Después de Logroño y el trámite de Otoño en Las Ventas, vendrá de nuevo la calorina de una nueva empresa en Madrid, un hedor a política que puntúa la propuesta de espectáculo como los griegos votaban el La, la, la de Masiel, es decir sin ni puta idea de que va el tema. Entre tanto la mirada del Capitán hecho Mortensen me persigue desde entonces, un retrato en movimiento, sobrio, real, una mirada sobre la vida que pasea por mi cabeza estos días en pasillos y patios de un hospital cuajado de cipreses, en despachos de gente que escucha mis letaanías, en las espera de semáforos en rojo. Alatriste, más allá de Mortensen, es una obra discutible, estimable en algún aspecto, pero me temo que Díaz Yanes hijo de un castizo banderillero de Manolete, se ha visto desbordado por un bravo toro, porque ya saben lo que Juan Belmonte respondió a la súplica de un novillero que debutaba en Madrid. “Maestro, a ver si mañana me salen dos novillos bravos y formo el lío”. A lo que el pasmo respondió algo así como: Dios te guarde de los toros bravos.
20 septiembre, 2006
Call Me
Llamamé,
voy a volver contigo,
recorriendo despacio las calles que no existen
cuando tú no me llamas,
caminando por ti a través de la ira pequeña de la tarde.
Llamamé,
son apenas las ocho, apenas una leve
sonoridad de vida regresa a las aceras.
Luis Garcia Montero
06 septiembre, 2006
Alternativas
En sueños la Doctora Melfi me aconseja por el momento, no pasar del vomitorio desde donde se huele el albero y se divisan antes de romper el paseo, los capotes alineados en lo alto de las tablas. Para no abrir heridas y cornadas de espejo. Me lo dice en ese despacho oval que es un ruedo entarimado, circo romano donde se lidia mirada con mirada con Tony Soprano. Desde hace un tiempo en los tendidos soy un niño en el primer día de orfanato. Masco los versos de Luis Rosales que abren el portón de la li-te-ra-tu-ra: Palomas Eléctricas. Tecleo bajo la sombra del concierto número 1 para trompa de Mozart, a media luz, con el silbido de la fábrica de New Jersey colándose entre lo que parecen cortinas. Escribo sin red –red inalámbrica no conectada- como los trapecistas de ley, para luego congelar unas cuantas piruetas de palabras en el aire blanco de este folio sin tacto, sin peso, con brillo. Un chico toma la alternativa en Valladolid. Un toro mal colocado para banderillear, una suerte mal ejecutada y un banderillero honrado herido hasta la cepa. En el torero también hay reglas y líneas de fuego que conviene respetar.
La Alternativa. Las alternativas las acabará dispensando El Corte Inglés. O la tele enviando un sms con la palabra alternativa. Siempre con el aval bancario de un padre rico o un ponedor con ganas patear callejones puro en ristre. Bautismo sin ambiente, sin proyecto. Paso adelante para sumergirse hasta teñir las medias rosas, en un lodazal que enmudezca los vuelos del capote mudo y luego echar la culpa del barro al empedrado. La ceremonia lamentable. Toricantano de perfil despeinado, como a puntito de perder el autobús, brindis: aparece en el ruedo el padre o ponedor como salido de la barra de un bar, descamisado y sonriendo, mascando torreznos. Como si de comprar un décimo de lotería se tratara. Amenizada la emoción por dos manos que aplaudían por encima del último tablón del burladero de matadores: Luguillano. Sacrilegio.
Imagino a Bogilla o a Juan Belmonte pegando puntapiés a la caja que les guarda a dos metros bajo tierra, como en la muerte de Paula Shultz( kill Bill): salir bajo tierra con una espada de Hatami Hanzo y poner la torería andante derecha. Bojilla mayor, era un Alatriste con una daga en la caña de las botas, pasao de vueltas, de vueltas al ruedo de la vida y con unas gafas que besaban sus mejillas. Escuché a Bojilla banderillero, apoderado, mejor: torero grande, en una barra de un hotel de Gijón teorizar al son del Chivas, sobre el toreo, el sacramento, las reglas de este juego de naipes, la liturgia, las alternativas y los papás de los toreros, sobre la necesidad de solicitar, sobre este último particular, notarialmente el certificado de defunción del padre del chiquillo antes de comprometer el apoderamiento… Ví a Bojilla en el festival que le dedicó Madrid, irse hasta los medios, mayor y tambaleante, traje negro, camisa abotonada hasta el gañote, botos de charol. Lo recuerdo y me calma la flema. En aquel festival Manzanares de corto y gris perla, dibujó tres naturales que formaban un verso tras de otro y traídos templadamente a la memoria hacen olvidar los malos sueños vestidos de luces.
La Alternativa. Las alternativas las acabará dispensando El Corte Inglés. O la tele enviando un sms con la palabra alternativa. Siempre con el aval bancario de un padre rico o un ponedor con ganas patear callejones puro en ristre. Bautismo sin ambiente, sin proyecto. Paso adelante para sumergirse hasta teñir las medias rosas, en un lodazal que enmudezca los vuelos del capote mudo y luego echar la culpa del barro al empedrado. La ceremonia lamentable. Toricantano de perfil despeinado, como a puntito de perder el autobús, brindis: aparece en el ruedo el padre o ponedor como salido de la barra de un bar, descamisado y sonriendo, mascando torreznos. Como si de comprar un décimo de lotería se tratara. Amenizada la emoción por dos manos que aplaudían por encima del último tablón del burladero de matadores: Luguillano. Sacrilegio.
Imagino a Bogilla o a Juan Belmonte pegando puntapiés a la caja que les guarda a dos metros bajo tierra, como en la muerte de Paula Shultz( kill Bill): salir bajo tierra con una espada de Hatami Hanzo y poner la torería andante derecha. Bojilla mayor, era un Alatriste con una daga en la caña de las botas, pasao de vueltas, de vueltas al ruedo de la vida y con unas gafas que besaban sus mejillas. Escuché a Bojilla banderillero, apoderado, mejor: torero grande, en una barra de un hotel de Gijón teorizar al son del Chivas, sobre el toreo, el sacramento, las reglas de este juego de naipes, la liturgia, las alternativas y los papás de los toreros, sobre la necesidad de solicitar, sobre este último particular, notarialmente el certificado de defunción del padre del chiquillo antes de comprometer el apoderamiento… Ví a Bojilla en el festival que le dedicó Madrid, irse hasta los medios, mayor y tambaleante, traje negro, camisa abotonada hasta el gañote, botos de charol. Lo recuerdo y me calma la flema. En aquel festival Manzanares de corto y gris perla, dibujó tres naturales que formaban un verso tras de otro y traídos templadamente a la memoria hacen olvidar los malos sueños vestidos de luces.