Obituario por un bar que muere joven
Perder un bar es perder un consuelo. Un refugio de hielo. Una farmacia solo de ginebra. Hay bares que mueren viejos como un vagón de metro grafiteado en una vía muerta a cielo abierto y azul, las ventanas apedreadas. Hay persianas grafiteadas también que ponen el The End como una tumba. Hay bares cerrados con bastón, barras arrugadas pasada de siglo, polvo en los espejos, taburetes boca abajo. Neones fundidos. En cambio hay bares que se eclipsan y mueren jóvenes con el brillo del carmín apagado y la dentadura blanca, restos de gelatina de ginebra en el mármol de su barra. Los bares como el Harlem, dejan botellas de Malta por abrir, humo que flota aún como nubes de gas en su techo lloroso, el ruido de la música que acaba por conquistar y dormir en las esquinas, olor a café a media tarde que gira como giran las palabras al ritmo del ruido de la cucharilla de plata y confidencia. Debe tener el Harlem una memoria de besos y abrazos nuestros, posters que lloran, una mortaja de música de la buena, unos cuantos retratos huérfanos de Miles Davis que acabarán en una caja de cartón, muchas promesas incumplidas, cigarros a medio acabar; y millones de mentiras como píldoras de fresa que se dicen en la noche, algunas para cruzar esa línea enemiga de fuego y amor. Y deseo y piel: ese salvoconducto que da el bar directo a un viaje en un coche parado: el mundo oscuro y dulce. Al final el Harlem era también un faro y un refugio de marineros y jugadores solitarios que fueron perdiendo por apostar siempre al rojo par, una inercia, un amigo que no hace preguntas, un recodo que te acoge y echa una manta por encima de los hombros para embozar el frío. Un consuelo que te sirve un te caliente o bate una ginebra blanca que llegada a la vena provoca el olvido. Nunca me emborraché en el Harlem. Además de otras cosas fue una escuela de música y abrazos: descubrir a mediodía la tauromaquia clásica de John Coltrane, mezclada con ruido de la calle, el ingenio de Leo (alma del bar), el tráfico que pasa por la senda de su puerta, el olor del cafe recién hecho, mujeres acodadas en la barra sin barro en el tacón ni ojeras malvas, tus besos primeros, la voz de mi padre, lo exámenes a los que siempre llegué tarde y un tipo con brazos de marinero que hacía el mejor te helado con limón de todos los tiempos. Descanse en paz.