Acabo de limpiar el cristal que guarda la fotografía en la que José Tomás se inventa un quite de frente y por detrás, a un pedazo de toro en La Real Maestranza de Caballería, Sevilla. Este ungüento huele como los ángeles. Con sólo ver la fotografía puedo oír los olés secos de La Maestranza. Y el silencio. Sus pasos de cuarto de hora hacia el toro. La solemnidad. La mirada y la emoción.
Un día de bochorno de agosto, un tipo que conocíamos nos saludó a la sombra obligada de un madroño, que centra el patio de caballos de Las Ventas. Era un novillero-banderillero, que acaba de cortarse con dignidad la coleta del fracaso. Estaba gordo. Calzaba unos botos de torear llenos de polvo y suciedad. Nos aseguró, que acaba de desembarcar de un avión que le trajó desde Méjico D.F. –como si un taxi le hubiera dejado en el tendido- y que llevaba meses apoderando a un chico, que iba a ser un pedazo de torero.
Yo además de quedarme con el nombre pensé en cómo se podía entrar en un avión de tal guisa. Me preocupé de ver antes que nadie a este muchacho. Y me enamoré. Lo canté antes de que se convirtiera en lo que es y pocos me escucharon. El si.
Dice un poeta que José Tomás, “canta como Tiziano, levita como Dios, saca de quicio, se venga del bochorno del verano, prende un horno con fuegos de artificio”. Y es verdad. No encuentro mejor definición.
Es un ídolo añorado, como lo fue Frascuelo, Belmonte o El Tato, al que amputaron una pierna sin cloroformo mientras se fumaba un puro; después iban a ver la pierna conservada en alcohol a la farmacia de la calle Desengaño, esquina Fuencarral. Y no es una canción de Sabina.
Dicen que Manolete desvirgaba con torería su nariz en los lavabos del Cock. Y que fue un grandioso torero. Que inventó la verticalidad. Que era la imagen de la desolación venida del frente. El emblema de la tuberculosis. Que se quedaba muy quieto. Y que amaba a Lupe Sino.
J.T., se quedaba tan quieto porque cada tarde vivía una vida, porque pisoteaba los alacranes del miedo. Impávido. Porque paraba el tiempo. Este chico serio, triste y pálido buscaba el temple, el mármol esculpido, la unión con el toro. El arte, más allá de la luz helada del quirófano. La largura infinita del natural. No creía en estampas, ni en lamparillas, ni en la corte de santonas que miran el cuerpo herido del torero cuando se viste.
Dicen que cuando lo vio Antonio Ordóñez dijo: “Este es el nuevo Papa del toreo”.
Hoy sé que se esconde pero vive, que pesca en Estepona los olés del pasado. Que ha hecho naufragar el miedo, los viajes, las angustias y la ilusión por torear. Que tiñe su pelo de azul y de amarillo para no reconocerse en el espejo, y volver.
Nadie me ha emocionado como él.
Así más o menos lo contón Raúl del Pozo, en un maravilloso árticulo al que no logro enlazar.